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  • Foto del escritorLeopoldo Silberman

Yo quiero ser el Diablo

Yo siempre quise ser un diablito de pastorela. Es, por mucho, el personaje perfecto no importando quién sea el autor de la obra: es cínico, burlón, atinado, vivaz, ocurrente, siempre va un paso adelante y siempre se sale con la suya en casi todo momento excepto en el final, donde sabemos que, necesariamente, deberá perder ante las fuerzas del bien.

Es además excesivo, extravagante y chic.

Me gusta el diablo porque es la vía idónea para criticar los vicios, usos y costumbres de la sociedad que está disfrutando la pastorela: que si ya ganó las elecciones Fulano, que si transó y se desapareció Mengano, que si murió y glorificaron a Zutano.

Todo lo que pasa puede (y debe) ser traído a colación para divertimento del público.

Y así como en el día de Muertos los mexicanos nos burlamos de la muerte, en las pastorelas nos burlamos de la vida, del día a día, de nuestra buena suerte o nuestra mala fortuna.

En diciembre, teatros, museos y otros recintos culturales abren sus puertas a esta tradición que, muchas veces, ya ni siquiera está relacionada con el auto sacramental traído a estas tierras por los franciscanos en el siglo XVI. El género teatral ha rebasado al acto religioso. 

Ahora imagine ahora el lector todo lo que no habrá visto este demonio enrojecido, colilargo y cuernudo a lo largo de cinco siglos de existencia: pestes, inundaciones, linchamientos, guerras, cuartelazos, invasiones, terremotos, huracanes, erupciones… Y mientras el melodrama ha forjado el carácter del mexicano (porque “oh-cómo-somos-melodramáticos”), la farsa ha creado al personaje idóneo, el diablo, quien no es malo-maldito como en las películas gringas sino un tipo chingón, un seductor, un todas las puedo, un mevalemadres el mundo porque he de volver (cual Quetzalcóatl) a tomar lo que es mío.

Por eso nos encanta.

Yo aún no conozco a aquel que pudiendo escoger papel decida ser un ángel. Todos quieren ser diablos. Todos quieren gozar, reír, burlarse, destacar sobre el resto, engañar al más bobo, seducir con palabras y con gestos absurdos que, sólo por ser diablo, son siempre permitidos. Y como en estas tierras no hay escala de grises, asumimos que si el diablo es listo es que el ángel no lo es. Somos maniqueos hasta la médula en todo sentido: gandalla o culero, monja o puta, liberal o conservador, Jorge Bueno o Pedro Malo… No hay puntos medios. Ya lo decía el maestro Miyagi: a la uva que se queda en medio se la lleva la fregada (ya sé: tal vez no lo dijo así, pero lo dio a entender), razón por la cual lo menos llamativo de las pastorelas es, irónicamente, el grupo de pastores. Son flojos, lánguidos y seducibles, ávidos de ser más pero sin sacrificar nada, deseosos de llegar a adorar al niño que nacerá pero tentados a salir de la senda.

Somos nosotros, el resto, los que no somos buenos pero tampoco malos, los que no somos tontos pero tampoco listos. El punto medio que no encaja en el mundo maniqueo. Por eso no está chido ser pastor, yo no lo quiero. Tampoco quiero ser un ángel.

Yo quiero ser el diablo.



Publicado originalmente en Área de No Leer, revista digital, febrero 27 de 2017.

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