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Sólo por tí, vida mía, siento el abandonar este mundo...

  • Foto del escritor: Leopoldo Silberman
    Leopoldo Silberman
  • 7 jul 2020
  • 4 Min. de lectura

A las ocho de la noche del 20 de octubre de 1858, Miguel Miramón, que recién había llegado a la capital al mando de sus tropas, visitó la casa de las hermanas Lombardo en la calle de Chiconautla y así, sin más, intempestivamente, le pidió a Concepción que se casara con él. En realidad se habían visto apenas unas cuantas veces y ni siquiera eran novios: se conocieron tiempo atrás, cuando él todavía era cadete en el Colegio Militar. Pero estaba decidido a casarse con ella.Años después Concha recordaría en sus memorias las palabras de Miguel esa noche: “Desde que te volví a ver, me dijo, no encuentro paz lejos de ti, y si me amas, es preciso que te vengas conmigo a San Luis Potosí; mi estancia en la capital será corta, pero nos podemos unir antes de marcharme.” Y como toda señorita decente, Concha se negó, riéndose. ¿Casarse? ¿Y al día siguiente? Era una locura. “¡Siquiera fuera el domingo!” señaló divertida. Y el domingo se casaron…Miguel aprovechaba la racha de buena suerte que le perseguía: invicto en el campo de batalla, era además el general en jefe más joven que había tenido alguna vez el Ejército. Y el presidente Félix Zuloaga le tenía (en ese entonces) muchas consideraciones y prebendas. Además, decían que era guapo, simpático, muy amiguero y, sobre todo, muy valiente.Y aunque Concha tenía un novio inglés, frío y aburrido, no pudo resistirse a contraer nupcias con aquel a quien llamaban “el Joven Macabeo”. La ceremonia fue en casa de las Lombardo, la recepción en el Palacio Nacional.  Miguel continuó en campaña militar pues la guerra seguía siendo su mayor preocupación, así que no hubo luna de miel: si acaso un viaje a Querétaro y San Luis juntos. Meses después, mientras él combatía en el interior, un golpe militar destituyó a Zuloaga y Miramón fue nombrado presidente de la República. Tenía 26 años de edad.No aceptó el cargo: incluso regresó a la capital a reponer a Zuloaga en su puesto. No obstante, meses después don Félix mismo, consciente de su propia impopularidad, lo nombraría presidente sustituto.Y a Concha no le quedó más opción que vivir en el Palacio Nacional.Encontrarse sola en esos espaciosos salones, verse obligada a salir protegida por los guardias, sentirse observada en todo momento, fueron razones suficientes para que pidiera a su marido que hallara un mejor lugar para vivir. Tremenda sorpresa se llevaría Miguel al regresar de campaña y no hallarla en la residencia presidencial: se había mudado temporalmente a un convento.Miguel dispuso entonces que se remodelara una parte de su tan entrañable Colegio Militar, en la cima del cerro de Chapultepec, para poder vivir con su esposa. ¿Qué otro sitio podría ocurrírsele a alguien que llevaba la mitad de su vida habitando entre esos muros? Así, el primero de los presidentes que habitó el famoso “Castillo” fue Miramón, el Joven Macabeo, el Soldado de Dios.Ahí vivió en carne propia su bautizo de sangre en 1847 cuando, a los quince años, combatió a los estadounidenses hombro a hombro con otros sesenta cadetes y más de ochocientos soldados. Ahí, irónicamente, habría de bautizar a su primogénito, Miguel Miramón Lombardo, quien muchos años después se batiría en duelo en dos ocasiones defendiendo el nombre de su padre.Y un día terminó la guerra civil y Miguel y Concha vivieron exiliados en Europa: ahí se enteraron de los planes franceses de establecer una monarquía en México y sufrieron el desprecio de los monarquistas mexicanos que veían en el general a un hombre convencido de sus ideas republicanas. Ahí se enteraron del triunfo de Zaragoza sobre los franceses y Concha lloró al saber que a su marido le hubiera gustado ganar esa batalla. Ahí decidió Miguel que estaba muy lejos de su patria y necesitaba volver, involucrarse, ser parte de la Historia.Y un día habrían de volver y Miramón terminaría ofreciendo su espada a Maximiliano, una vez que el ejército invasor hubo salido del territorio mexicano. Era una guerra civil, la misma que él vivió una década atrás y que decidiría, finalmente, la suerte de la nación.Fue en 1867, tras la aguerrida defensa de Querétaro, que el emperador y sus generales cayeron presos y fueron juzgados; aquel que comenzara su vida defendiendo su patria, habría de morir en junio, frente a un pelotón de fusilamiento.Concha no estuvo ahí: estaba lejos, en San Luis, tratando de convencer a Juárez de perdonarle la vida a su esposo. A su regreso le fue entregada una carta donde Miguel se despedía, encargándole el cuidado de sus hijos, pidiéndole resignación y que pensara algunas veces en quien tanto la había hecho sufrir, pero que la había amado.“Concha mía, te amo más que mi vida” escribió Miguel y ella se juró a si misma nunca olvidar su nombre. Y no lo hizo.Cuando camino por los jardines del Castillo que habría de embellecer Maximiliano no pienso en él ni en la princesa Carlota: pienso en Miguel y pienso en Concha y en esos rosales que ella cuidó con tanto esmero el tiempo en que habitaron en dicho sitio.



Publicado originalmente en Área de No Leer, revista digital, Mayo 5 de 2016.   


 
 
 

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