Sobre jugarse o no el pellejo
- Leopoldo Silberman
- 3 jul 2020
- 2 Min. de lectura
Discutiendo sobre la tan famosa batalla de Chapultepec donde los cadetes del Colegio Militar perdieron la vida en defensa de la patria, alguien comentó a todos los comensales: “La verdad es que eran unos tontos, ¿cómo se pusieron con Sansón a las patadas?”. Casi todos rieron, menos yo. Debo confesar que no me gusta discutir sobre la historia de nuestro país, pues casi todos los que son ajenos a ella tienen ideas preconcebidas de los episodios que la conforman, ideas que usualmente no comparto. Pero en este caso, me sentí en la obligación de hacerlo.
Hacia 1846, año en que comenzó la guerra injusta contra los Estados Unidos, los jóvenes tenían un concepto muy distinto al que nosotros tenemos en cuanto al nacionalismo, en cuanto a la defensa de la patria. ¿Quién de nosotros tomaría las armas, dejando todo y a todos, arriesgándose a perder la vida por el convencido deseo de defender a su país del enemigo invasor? Creo realmente que muy pocos. Y lo peor es el pretexto que solemos poner: ¿y yo por qué? Que lo defienda el ejército…
Algunos testigos de la época, como el famosísimo escritor y político don Guillermo Prieto, dejaron constancia de la sensación de frustración e impotencia que vivieron al ver ondear, en el Palacio Nacional, la bandera de las barras y las estrellas el 14 de septiembre de 1847. El ejército invasor llegó hasta el corazón mismo de México, hiriendo profundamente los sentimientos de los mexicanos. La última acción de armas, la batalla del cerro de Chapultepec, se había perdido definitivamente en la víspera. La historia se habría de encargar en su momento de rendir honores a aquellos que murieron en nombre del honor nacional. Los nombres de Juan Escutia, Agustín Melgar, Vicente Suárez, Juan de la Barrera, Francisco Márquez y Fernando Montes de Oca se convirtieron en referencia obligada cuando de honor, valentía y tenacidad se hablaba. Los llamados “Niños Héroes” se convirtieron en ejemplo para los infantes y jóvenes de las siguientes generaciones.
Sin embargo, muchos detractores, carentes por completo de fundamento, han querido opacar la actuación de estos jóvenes en la guerra, con argumentos que van de lo legendario a lo cinematográfico. Lo más importante es señalar que, le pese a quien le pese, estos cadetes (y los otros cuarenta que no se suelen registrar, pero que pelearon con ferocidad y arrojo), tomaron las armas voluntariamente, deseosos de servir a su país. La diferencia radical con los jóvenes actuales es quizá el amor a su patria.
No estoy diciendo que se necesite una guerra para despertar el espíritu nacionalista entre los jóvenes… se necesita conciencia, educación y una gran dosis de valores. Conciencia cívica, conciencia para darnos cuenta de la importancia de nuestra participación en la construcción de un país mejor. Educación, pues sin ella es imposible el salto hacia un país mejor, hacia un hogar mejor. Valores, pues es en la casa donde se deben enseñar los conceptos básicos para convivir con los demás, para crecer como individuos y lograr una vida mejor. Alguien con conciencia cívica, educación y valores no dudaría, no dudará nunca, en tomar las armas para defender el suelo patrio. En jugarse el pellejo…

Artículo publicado originalmente en el suplemento “Generación M” de Milenio Diario, no. 9, 21 de julio de 2006
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