Sobre el Power Juicer
- Leopoldo Silberman
- 3 jul 2020
- 3 Min. de lectura
Harto de dar vueltas sin cesar entre las sábanas intentando conciliar el sueño, tuve la grandiosa idea de encender la televisión. Y digo grandiosa no en tono sarcástico, sino en el más estricto de los sentidos: de no haber sido por esa noche de insomnio, no hubiera podido conocer las siete maravillas del mundo.
O al menos, del mundo que comienza cuando termina la programación en casi todos los canales…
Hace no mucho tiempo, sólo la televisión nacional se convertía en un mercado sobre ruedas al sonar las campanadas que indicaba que había acabado la magia diaria. Entonces, los noctámbulos dabamos gracias a la madre naturaleza por poseer televisión por cable para poder así continuar con el ritual del desvele hasta altas horas de la noche, sin temor a los aterradores comerciales. Hoy en día, los infomerciales han invadido los canales de la caja embrutecedora, desde los de entretenimiento hasta los culturales; nadie se salva de las soluciones milagrosas que los productos anunciados otorgan a cuanto problema el incauto espectador pudiese tener. En este caso, el incauto era yo.
Un experto en fitness (¡odio los torpes anglicismos!) de casi cien años de edad y que a todas luces corresponde con el ideal estadounidense del self-made-man que tanto nos embarran en la cara los gringos a la menor oportunidad que les damos, intentaba venderme en mi desvelo un extractor que saca jugo hasta de las corcholatas: era Jack LaLanne. ¡El objeto mágico era un Power Juicer! (¡Sí! ¡Como lo oyó! ¡Un Power Juicer!)
Animadísimo por el nuevo descubrimiento, me apresuré a marcar el número telefónico pues, si lo hacía en los primeros TRES minutos, recibiría un chorro de chunches mágicas a cambio, además de un sublime (no subliminal, ojo) descuento de no sé cuantos pesos. ¡Y además tendría la oportunidad de bajar de peso al estar maravillosamente nutrido! Lo supe en ese instante: mi vida estaba realizada.
Obviamente, como la línea estaba ocupada, esperé y esperé como Penélope (la de Serrat, no la de Homero) lo hizo con su bolso de piel marrón y sus zapatitos de tacón y su vestido de domigo. Pero como el narrador insistió en que insistiera, insistí. Al cabo de un rato me contestaron (¿en qué país contestan, ¡por Dios!?) y pude realizar la compra del siglo. Ahora sólo faltaba que llegara la caja que contendría el remedio mágico para todos mis males (y una línea más en mi estado de cuenta).
Como era de esperarse, el Power Juicer de Jack LaLanne cambió mi vida: desde que lo desempaqué reluciente segundos después de habérselo arrebatado (emocionado yo) al mensajero en cuestión, tomé la primera fruta que encontré en mi camino y la introduje en el susodicho invento del hombre amarillo. El sabor del jugo de esa papaya fue la más maravillosa experiencia no sólo en sabor, sino en nutrientes que de inmediato me hicieron sentir tremendamente sano y feliz. Mi familia notó el cambio apenas me vieron entrar, al día siguiente, a una esperadísima comida familiar: “Mira, qué rozagante se ve. Ha de estar tomando jugos nutritivos… ¡¿¿Será que tiene el Power Juicer??!” decía la envidiosa tía que todos tenemos y odiamos encontrarnos.
No es necesario ser el genio de la lámpara para adivinar qué pasó después: me promovieron en el trabajo, encontré al amor de mi vida, me saqué la lotería. Todo, todo, todo… gracias a Jack LaLanne…
Una vez que me ofrecieron, tras mi tremenda racha, que dirigiera la Secretaría de Gobernación (cuando uno se esfuerza, estudia, lucha y toma jugos de frutas, le suplican que asuma el mando de dicha dependencia, en serio) lo primero que pedí fue que se mandara erigir una estatua, en plena avenida de los Insurgentes, al creador, inspirador y desarrollador del tan afamado aparato que había cambiado mi existencia y, ¿por qué no decirlo? de miles y miles de personas alrededor del mundo. Pedí además a mi ahora amigo Paulo Coehlo que escribiese una espléndida novela basada en la vida del “padrino del fitness”. Se titularía: “MI GURÚ”.
¿Cómo era posible que yo desconfiara de los infomerciales? ¿Qué yo hubiese alguna vez hablado mal de ellos, quejándome de las televisoras que orillaban a los desvelados, a falta de buenas peliculas o programas, al suicidio? No, yo estaba muy equivocado. Un desvelo fue el causante de mi felicidad. Un desvelo había hecho que yo, YO fíjese usted, cambiara el mundo…
Afortunadamente desperté al sentir que apretaba con furia el botón de OFF del control remoto.
No pude cambiar el mundo. No seguí a Jack LaLanne. No tengo un Power Juicer.
Soy feliz.

Artículo publicado originalmente en Murciégalo. Revista Cultural del CECC. Abril 19, 2011.
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