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Sin Clemencia

  • Foto del escritor: Leopoldo Silberman
    Leopoldo Silberman
  • 27 jun 2019
  • 3 Min. de lectura

Hasta donde recuerdo, mis padres no fomentaron en mí el sano hábito de la lectura. Sí había libros en casa, pero no tengo memoria de haber visto a mis padres leer cotidianamente. Sabía que esos libros habían sido leídos por alguien (presumiblemente mamá y papá) pero ellos dedicaban tantas horas a trabajar que rara vez se fijaban si el hijo menor (o la hija mayor) leían o no. Con todo, siempre tuve una rara y morbosa curiosidad por las letras. Me llamaban mucho la atención los diccionarios y los títulos de la Editorial Bruguera del librero de mi padre, cuyas portadas me jalaban a tomarlos y hojearlos hasta el cansancio. No obstante, no los leí. “No eran para niños de mi edad”, me llegaron a decir algún día. Y yo les creía. No imagino que mis padres fueran tan mal intencionados como para no querer que sus hijos se acercaran a la lectura. Creo más bien que, como les sucede a tantos otros progenitores, ellos no sabían cómo acercarnos a los libros.

Yo llegué a la lectura a tontas y a locas, sin darme cuenta, quizás por la ley de gravedad…

Pero ningún libro me marcó en la infancia: alejadísimos los chavitos de los ochenta de fenómenos editoriales estilo Harry Potter, solían ponernos enfrente los clásicos de la literatura universal en versión “juvenil”. Por supuesto que existían Tolkien, Michael Ende y tantos otros, pero eran luciérnagas en la oscuridad. Hoy que veo en las librerías la sección infantil no puede sino darme envidia (de la mala, que es la única que no es hipócrita). Si en mis tiempos hubieran existido esas maravillas, otra cosa hubiera sido. Pero no sucedió así. Y leí al Principito, a Gulliver, a Alicia. Viajé a la isla de Montecristo y departí en la mesa redonda, en Camelot. No obstante, esas versiones juveniles (reducidas y minimizadas) no necesariamente me satisfacían del todo.

Y un buen día, ya puberto y en plena secundaria, tuve que leer Clemencia, de Ignacio Manuel Altamirano. El simple hecho de tomar entre mis manos la edición bicolor de la colección “Sepan cuantos…” era poco inspirador: dos columnas, papel amarillento, letra microscópica. Un buen amigo me decía desde semanas atrás: “¿Ya empezaste el libro? No lo vas a acabar…” Pero yo, como todo adolescente (y como todo mexicano) dejaba las tareas hasta el último momento. “Sí acabaré…”, le decía yo burlonamente a Roberto mientras él avanzaba a pasos agigantados.

Y así, llegó el día en que debía haber terminado la lectura. Llegué a casa a eso de las dos de la tarde, comí con toda la calma del mundo, lavé los trastes, saqué al perro a pasear y por ahí de las cuatro me dispuse a comenzar. Evidentemente, no llevaba ni el prólogo. Me senté en la cama, subí cómodamente los pies y empecé a leer. Si hoy en día tratara de repetir la hazaña, sólo lograría quedarme dormido (debo confesar que caigo dormido a la menor provocación, víctima del cansancio y la edad), pero en ese entonces podía leer sentado, acostado y hasta de cabeza. Y la lectura me cautivó. Trasladado al siglo diecinueve, pude sentir la angustia, el coraje, el vacío, la traición de cada uno de los personajes. Por unas horas fui un militar republicano enamorado de una egoísta, fría y calculadora señorita de sociedad. Y morí fusilado…

Al llegar al punto final me descubrí llorando… ¿Qué había pasado? ¿Cómo podía ser posible que alguien se sacrificara así por amor? ¿Por qué el traidor no era castigado? ¡¿Cómo podía salirse con la suya?! No entendía el romanticismo de Altamirano. No entendía la guerra contra Francia. No entendía el castigo de Clemencia. Sólo entendía que debía leer cosas así. Que debía leer más libros hasta saciar esos cuestionamientos. Entendía que en otros tiempos la gente podía morir por el amor de una persona, de un ideal, de una patria. Nunca imaginé, al cerrar el libro de Altamirano, que acababa de condenarme por toda la eternidad y que haría de esas luchas las mías y de esos amores terribles los míos… Sin Clemencia no me hubiera convertido en un adicto a los libros. Sin Clemencia no tendría esa fascinación que tengo por las armas y las letras. Sin Clemencia no me hubiera convertido en un historiador especialista en la Reforma y el Imperio, en los héroes y los traidores…




Artículo publicado originalmente en Payaso Procaz. Cultura sin pudor, Septiembre 18, 2012.

 
 
 

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