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Segundas oportunidades

  • Foto del escritor: Leopoldo Silberman
    Leopoldo Silberman
  • 19 jun 2019
  • 3 Min. de lectura

Y de repente nos sentimos minúsculos por la inmensidad de los acontecimientos que nos rodean, como pelusas rodando por un centro comercial. Y tendemos al drama -porque nos acostumbraron a la resolución melodramática de los problemas, a lloriquear frente al espejo, a hablar quedo y a lamentarnos nuestra mala fortuna- y aseguramos que somos herederos de la mala fortuna de nuestros padres (de todos nuestros padres), de nuestra estirpe y de la nación entera.

Y estamos completamente equivocados. Pendejamente equivocados.


Consciente de mi tonta e inmadura autoflagelación, comencé a pensar hace un tiempo que el mundo conspiraba en mi contra. ¿Acaso heredé la salación chamoy de mi padre? ¿Soy víctima de de una conspiración mundial para acabar con los descendientes de los judíos que no vivieron el holocausto? ¿O simple y llanamente le cago al planeta y el planeta me caga? Ni lo uno ni lo otro. Y han bastado unos meses apenas para darme cuenta.


Darme cuenta de que las mañanas siguen siendo igual de brillantes que en mi niñez, que existen personas justas y aquellas que no lo son. Percatarme de que el mal sí existe y está sólo en nosotros, en nuestros demonios, nuestros traumas y nuestras inseguridades. Que somos egoístas, muy muy egoístas, pero de vez en vez logramos hacer el milagro de generar una sonrisa, un momento de introspección, una idea loca y descabellada…


Hoy camino las calles de mi ciudad que tanto he amado y, pese a la terrible situación económica que atravesamos, pese a la violencia que vivimos día con día, estoy convencido de que podemos pasar de la crítica a la acción. De la queja a la propuesta. Del dicho al hecho. Porque tenemos un gran país lleno de oportunidades para aquellos que quieran tomarlas. Nos hemos dado el lujo de desperdiciarlas ¡y siguen habiendo!


Y aprovecho la coyuntura para hacer grandes cambios. Para dejar la cocacola -ya llevo seis días- y tomar más agua. Para leer más horas y descansar mejor. Para encontrar en todo y en todos la magia cotidiana. Para realizar los proyectos que siempre quise hacer, como los quiera hacer. Porque no habrá más hoy que esta mañana, esta tarde, esta noche.


Hoy perdono a quienes me han herido, a quienes deliberadamente o no tiraron a matar, a quienes provocaron las heridas que son apenas cicatrices. Heridas de una guerra ganada. No guardo, en verdad, rencor alguno, porque yo, como todos, fui sólo víctima de los miedos de unos cuantos. Y no volveré a ser víctima de nadie y menos de mí mismo.


Es muy satisfactorio caminar con la frente en alto, sabedor de mis propios errores y aciertos y consciente de que no necesariamente mis acciones me harán terminar en un barranco. Siempre podemos, ¿por qué no? corregir el rumbo de nuestros pasos.


Tengo 37 y quiero vivir, al menos, el doble de esos años. Y haré solo lo que me gusta, lo que me arranque una sonrisa, lo que me satisfaga al 100 porque la vida no es para estarse lamentando ni para rasgarse las vestiduras como hebreo en el desierto. Prefiero dejar esos dramones para mis obras de teatro, para radionovelas o, por qué no, para alguna serie de televisión de esas de moco tendido.


Y como tampoco creo en los amores que matan y los amantes que sufren, vivo y viviré plenamente mi historia lo más cursi que pueda, pues todos somos cursis solo que a algunos no nos da pena decirlo.


Hoy hago del conocimiento público que doy el carpetazo al pasado tormentoso y comienzo a reescribir mi presente. Me subí al tren de las segundas oportunidades y no pienso bajarme sino hasta llegar a mi destino.



Artículo publicado originalmente en Área de No Leer, julio de 2015




 
 
 

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