Réquiem por un emperador
- Leopoldo Silberman
- 19 jun 2019
- 3 Min. de lectura
Erigida en la cima del cerro de las Campanas, una estatua de varios metros de altura observa como el paso de los años va transformando el paisaje de Querétaro. El rostro esculpido mantiene la vista fija; la frente, en alto y serena. A los pies, una inscripción recuerda la frase atribuida al personaje, a Benito Juárez: “el respeto al derecho ajeno es la paz”. Un camino marca el descenso del cerro, convertido con los años en parque público. Algunos metros más adelante, una capilla de piedra rosa mira también hacia la ciudad. Una ventana rota permite que el polvo y la lluvia invadan el interior. La reja impide el paso, aunque invita a observar: al fondo, una imagen de la virgen María con su hijo Jesús muerto en sus brazos. Es una Dolorosa.
En el piso, apenas sobresaliendo, tres losas, cada cual con una inscripción: Mejía, a la izquierda; Miramón, al centro y dos letras M bajo una corona, a la derecha. Es el anagrama de Maximiliano de Habsburgo. Maximiliano I, emperador de México. La capilla fue construida en 1902, treinta y cinco años después de que en ese sitio cayeran los cuerpos sin vida de dos generales y un monarca. El tiempo se encargó de olvidarlos o, peor aún, de imponerles una calificación. No lograron un lugar en la “Rotonda de los Hombres Ilustres”; estos tres personajes, junto a muchos más, podrían formar la “Rotonda de los Hombres Caídos”: un sitio para aquellos sin los cuales no habría podido conformarse el Estado Mexicano que actualmente conocemos, el mismo que, precisamente en el cerro de las Campanas, se erigió como tal.
Era junio de 1867. Maximiliano había sido juzgado por un tribunal militar. Su delito: erigirse en monarca de nuestro país, apoyado por las bayonetas francesas de Napoleón III. Ni las persuasivas cartas de personalidades como Víctor Hugo, Thiers o José Garibaldi lograron disuadir al presidente Juárez de suspender la sentencia de muerte. Maximiliano sería juzgado conforme a la ley del 25 de enero de 1862, que imponía la pena máxima a aquellos que atentasen contra la independencia nacional. Las palabras del austriaco tampoco sirvieron de nada: Juárez no accedió a entrevistarse con él, como no había accedido tres años antes a ser su primer ministro, en un intento del Habsburgo por hacerse de un aliado tan valioso como el abogado oaxaqueño.
La mañana del 19 de junio, a las siete en punto, tres carruajes circularon por las solitarias calles queretanas. La ciudad permaneció en silencio; las puertas y ventanas cerradas en señal de duelo. Al llegar al lugar, tres cruces señalaban el lugar donde habían de colocarse los condenados. Maximiliano cedió el lugar del centro a Miguel Miramón, el “Joven Macabeo”, aquel que llegó a luchar valientemente como cadete en el Colegio Militar, en la gloriosa acción de septiembre de 1847 y quien, durante la Guerra de Reforma, ocupara la presidencia de la República por el bando conservador, teniendo entonces apenas 26 años. “Un valiente debe ser admirado hasta por los monarcas”, fueron las últimas palabras de Maximiliano al general, en reconocimiento a los esfuerzos de éste por salvar al Imperio. Luego se volvió para abrazar y consolar al fiel general indígena Tomás Mejía, uno de las más destacadas figuras del conservadurismo. Antes de morir, Maximiliano pronunció un breve discurso pidiendo que, para felicidad de su nueva patria, su sangre fuese la última en derramarse. Repartió entre el pelotón las monedas que le quedaban y les pidió que no apuntaran a la cara, para que su rostro pudiera ser reconocido por la archiduquesa Sofía, su madre.
Los segundos pasaron. El pelotón preparó armas y apuntó. Tras la orden de disparar, los cuerpos cayeron. Miramón y Mejía murieron al instante. Maximiliano tuvo que recibir un tiro de gracia. Culminó con esto un Imperio, un gobierno que nada tuvo de ficticio ni de opereta, como lo han querido señalar sus detractores. La idea monárquica, viva desde nuestro pasado prehispánico, latente en nuestros años de colonia, revivida con los distintos intentos decimonónicos, llegó a su fin. Y esos mexicanos que la veían como la panacea de todos los males mexicanos, debieron guardar sus intenciones en un cajón, como el recuerdo de esos años. Hoy en día todos somos republicanos, mas respetamos a los presidentes-monarcas por encima del resto. Y el recuerdo de los cinco siglos en que hemos sido monarquía pesa más que nuestros orgullosos ciento ochenta años de República.

Artículo publicado originalmente en CECC COMUNICA, no. 56, junio 2009
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