Reminiscencias de una batalla a nuestros pies
- Leopoldo Silberman
- 30 jun 2020
- 2 Min. de lectura
El ser humano es un animal de vicios. Yo, confieso el mío sin pena, pues es quizás uno de los pocos que no dañan ni al alma ni al organismo: caminar. Cada vez que puedo, camino y, generalmente los pies me llevan sin titubeos a las calles de la antigua Ciudad de México, eso que en el argot urbano se conoce como “Centro Histórico”. En mis andanzas, una de mis principales aficiones es tomar una calle y seguirla hasta encontrar su fin; para ello, qué mejor que la calle del 5 de mayo.
Concebida originalmente como una serie de pequeños callejones apenas interconectados entre sí, esta vía ha logrado ensancharse, crecer sometiendo a los edificios que la observan vigilantes. Fue apenas hasta principios del siglo XX que se extendió desde el costado poniente de la Catedral Metropolitana hasta el Eje Central, derribando a su paso, para lograrlo, el antiguo Teatro Nacional que alguna vez estuvo ubicado en la intersección con la calle de Bolívar. Aquella zigzagueante reunión de callejuelas estaba destinada a convertirse en la amplia arteria que en la actualidad alberga gran número de locales, dando con ello satisfacción a todo tipo de necesidades.
Y es que, sin duda alguna, la calle del 5 de mayo es una de las más bellas del Centro; alberga magníficos edificios como el palacio del marqués del Valle de Oaxaca, residencia de Hernán Cortés y su descendencia, que fue construido sobre las ruinas del palacio del tlatoani Axayácatl y su hijo Motecuhzoma II. Desde hace varios siglos alberga el Monte de Piedad de las Ánimas, dedicado a socorrer a todo aquel que por azares del destino se ve en la imperiosa necesidad de empeñar un objeto de valor. Luego de esquivar una jauría de coyotes ansiosos por ganarle la partida al montepío, atacando al transeúnte con la certera frase “¿Qué vende?”, es reconfortante encontrarse en un oasis de jugos en la esquina con el callejón del 5 de mayo y, de una vez, aprovechar para hojear (y ojear) los maravillosos libros de Manuel Porrúa.
Otro rincón digno de mención es el afamado Café la Blanca, con más de medio siglo de tradición. Y qué decir entonces de la impertérrita Dulcería de Celaya, fundada apenas dos años después de la muerte de don Benito Juárez, en 1874; el paladar no se da abasto ante tal cantidad de delicias y la mirada se pierde en un verdadero espacio decimonónico, quizás el único que queda en pie. Pero si lo que se necesita es una buena pluma, locales como Plumas Llanes o Miguel Ángel son famosos por sus magníficas adquisiciones. Si de pieles se trata, La Palestina, que abrió sus puertas en 1883, sigue brindando atención de calidad. A apenas unos pasos del Eje Central se encuentra la cantina La Ópera, en la cual alguna vez Pancho Villa “echó bala”. Eso y más es la calle del 5 de mayo, bautizada por el mismo Juárez para honrar la memoria de aquellos que lograron derrotar a los franceses en Puebla en 1862. ¿Ven porqué mi vicio es caminar?

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