Reinventar la ciudad
- Leopoldo Silberman
- 3 jul 2020
- 2 Min. de lectura
Soy adicto a estas calles. Por pocos meses viví en la provincia y, debo confesar, me sentí a gusto. Al principio todo corría muy lentamente: días eternos donde cada minuto era de sesenta larguísimos segundos en los cuales alcanzaba a realizar cualquier tarea por laboriosa que fuera. Después de mucho rato realizando una actividad, volteaba a ver el reloj y apenas eran las dos, las tres, las cuatro… Conocí cada callejón, cada escalinata, cada recoveco y escondrijo y memoricé ventanas, puertas, carteles pegados con engrudo, grafitis con dedicatorias amorosas, perros callejeros, vagabundos, ancianos con bastón sentados en una banca del jardín Unión, vendedores ambulantes, músicos callejeros. Estuve toda una vida en ese sitio y apenas fueron dos meses.
Un día mi padre me marcó para indicarme que debía regresar: era necesaria mi presencia en la capital. Se daría marcha atrás al proyecto de mudarnos definitivamente al interior de la República.
Debo confesar que, si bien dejé proyectos y buenas amistades, me sentí muy contento por regresar a casa. Habiendo nacido aquí, estoy habituado al tráfico, a recorrer grandes distancias, a la neurosis colectiva, a la inseguridad, a las marchas, los sismos y la corrupción. Conozco de sobra las críticas que los nacidos en otros estados esgrimen sobre nuestra bella ciudad y, si bien estoy de acuerdo en muchas de ellas, lo cierto es que la ciudad se convierte de pronto en una especie de droga que no puedes dejar. Una vez que la pruebas, se interna en tu organismo, haciéndose parte de tu sangre. De tu ADN.
Ya pasó mucho tiempo y no me he ido ni me iré de la urbe. De vez en cuando tomo la carretera y disfruto la apacible vida que comienza cuando pasas las casetas de cobro. Un fin de semana. Un fin de semana nomás porque mi cuerpo necesita la ciudad, el movimiento, las luces. Las oportunidades surgidas a partir de que vivan millones de personas disímbolas juntas. Y si bien sabemos que el gigante de concreto crece día con día a la par de sus necesidades y demandas, también es cierto que cada día más y más personas asumen el reto de hacerla suya, de defenderla, de renovarla. De reinventar sus espacios, sus usos y costumbres. De hacer de este espacio que compartimos un lugar mejor, tomando el poder, arrebatándolo a aquellos que teniéndolo no le dan un buen uso.
Espacios que sufrieron deterioro, lugares que han sido abandonados, calles infestadas e inseguras… cada día más personas y organizaciones trabajan de la mano por cambiar eso que nos acaba, que nos limita, y agregan un grano de arena a esa playa que necesita de todos y cada uno de nosotros para revivir. Porque el cambio empieza en casa y es particular y minúsculo, pero es un cambio a final de cuentas. Un cambio en la percepción que tenemos del hogar, en la concepción que creamos de una ciudad que es de todos, que nos pertenece y que muchas veces sólo valoramos cuando nos encontramos lejos.
Si la ciudad hablara enunciaría enfáticamente esa frase característica del gran Mauricio Garcés: “qué difícil debe ser tenerme y después… perderme”.

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