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Refrendar la educación laica: al César lo que es del César

  • Foto del escritor: Leopoldo Silberman
    Leopoldo Silberman
  • 30 jun 2020
  • 3 Min. de lectura

Hace poco, con motivo de la conmemoración de los doscientos años del nacimiento de Benito Juárez García, la clase política mexicana hizo uso de todos los medios que estuvieron a su alcance para hablar de las maravillas del Benemérito de las Américas, de todo lo que aportó a nuestro país y de la gran deuda que el pueblo mexicano tiene y seguirá teniendo para con el citado prócer. Las palabras “reforma”, “soberanía”, “intervención”, “legalidad” y “respeto” aparecieron entre retóricas alusiones a todo aquello que Juárez “haría” si, hoy en día, estuviera vivo. Pero la palabra que probablemente se utilizó con mayor frecuencia, no solo entre los políticos sino entre los comentaristas, fue “laico”. La laicidad es lo que de mejor modo ejemplifica la obra del político oaxaqueño, pues es el Estado laico es su herencia, herencia de una generación de pensadores liberales (don Benito era uno de ellos) sin los cuales no podríamos concebir, del modo en que lo hacemos, a esta nación.

La separación de la Iglesia y el Estado marcó el inicio de una nueva, no solo en la relación entre ambas instituciones sino sobre todo en la vida cotidiana de gran parte de la población. Cuestiones tan sencillas como el dar sepultura a los seres queridos, se habían vuelto sensiblemente difíciles, más en el caso de que el párroco local no accediese a que los familiares enterraran al difunto en “tierra santa”, pues el clero tenía la exclusiva facultad de controlar los cementerios. La creación de los panteones civiles dio solución inmediata a este tipo de problemas. 

Pero quizás lo que más trascendió fue que el Estado fuese el único facultado para impartir la educación, atribución antes casi exclusiva de la institución eclesiástica. Si bien es cierto que actualmente no se lleva a cabo del todo, la laicidad permitió la formación de otro tipo de mexicanos, ajenos cada vez más a las tradiciones heredadas de la Colonia. Hoy en día, decíamos, buena parte de las instituciones particulares imparten materias religiosas, aunque a veces se hallen escondidas bajo otros títulos que las relacionan con la moral. Más abiertamente, algunos colegios dirigidos por el clero no solo exigen a sus educandos dichas materias sino que, además, es imperativo ser parte de los rituales propios de la religión, como misas, primeras comuniones y confesiones. Me fue referida, hace apenas unos días, la anécdota de que una preparatoria de renombre en el Distrito Federal exige a sus alumnos confesarse todos los días, hayan o no cometido “algún pecado”.

En lo particular, quisiera pensar que los padres buscan para sus hijos una institución que vaya de acuerdo no sólo con sus creencias, sino con su forma de vida. Sin embargo, no dejan de ser lamentables los sucesos que pueden darse cuando se trata de limitar tanto al educando, imponiéndole reglas tan severas que todas aquellas buenas intenciones terminen siendo desperdiciadas. ¿Cuántos casos de niños oprimidos que buscan en las drogas el refugio para huir de sus problemas? ¿Cuántos jóvenes terminan huyendo de casa, rebelándose contra la autoridad familiar y contra las excesivas (y obsesivas) obligaciones escolares? Educar es distinto a presionar; aprender no es lo mismo que obedecer. En ocasiones la frontera entre estos conceptos parece borrosa. Delimitar muy bien cuál es la misión del educador sea, tal vez, una de las grandes ventajas de las escuelas laicas hoy en día.     



Artículo publicado originalmente en el suplemento “Generación M” de Milenio Diario, no. 7, 19 mayo 2006.


 
 
 

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