Perderse en la jungla
- Leopoldo Silberman
- 18 jun 2019
- 2 Min. de lectura
Vivo sobre un eje vial, en un primer piso. Es interesante como uno aprende a desoír, a omitir todos aquellos sonidos tan característicos de la ciudad y de las avenidas transitadas. No los noto. No me percato de qué está pasando afuera a menos que sea algo demasiado aparatoso, como un choque o una manifestación. Fuera de eso, vivo relativamente tranquilo.
Y es Gedovius quien disfruta más de ese paisaje. Desde que llegamos al departamento, hace más de un año, se instaló como amo todopoderoso de la cornisa que enmarca la ventana. Camina sigilosamente sin tirar uno sólo de los adornos -un candelabro, un portarretratos, varios juguetes chiapanecos de lana, discos compactos, una vela- y se instala en el rincón más inalcanzable. Observa los autos pasar, las personas reír a carcajadas, las ambulancias y patrullas ululando sus sirenas y él no se inmuta. Sólo abre los ojos con curiosidad, como si quisiera comerse el mundo de un bocado.
Sé que está consciente de que afuera no sobreviviría un día. Ya tuvo su primera aventura -cuatro larguísimas horas por su cuenta- explorando la provincia. Encontró un terreno baldío (su Amazonas) y subió presumiblemente a un cerro. Regresó raspado, con hambre y feliz, ronroneando hasta que se quedó profundamente dormido. Aquí no puede hacer eso. No tiene el callo que tienen otros gatos para atravesar calles y pasar inadvertidos en esta jungla. Cuando sale conmigo entra en pánico, clavándome las uñas en el omóplato cuando el tramo a recorrer es tan sólo de unos metros, de la puerta del edificio al auto. De pequeño salió una vez con correa: recorrió los aparadores de una tienda de ropa, trepó por los maceteros de los edificios aledaños y finalmente regresó a mis brazos, asustado.
En ocasiones, dejar la zona de confort nos da terror. Es eso que muchos llaman “salir de la caja” pero a veces olvidan que esa caja no es otra cosa sino un refuerzo a esa seguridad que todos necesitamos tener. Me siento en el sillón, las piernas sobre la orilla de la cama y lo observo. Él sabe cuando estoy a punto de tomarle una foto. No se mueve. Permanece inmóvil mientras detengo el tiempo en su mirada, pulsando el botón central de mi teléfono. Vive, al final de cuentas, una vida tranquila, sin sobresaltos, sin grandes cambios de rutina ni rompimientos que le hagan perder el piso. Lo acaricio recordando al personaje de una novela que alguna vez, siendo muy jovencito, escribí y que permanece sepultada en un cajón, temerosa de enfrentarse con su propia realidad. El gato clava sus uñas en la espesura de mi barba y tira hacia abajo; el vaivén de su cola y la vibración de su pecho me recuerdan su fidelidad. Agradece el calor de hogar y que yo me encuentre a su lado.
No, no puede aventurarse. No se atreve a salir de la casa. Gedovius se conforma con asomar la cabeza por la ventana y tratar, de vez en vez, de alcanzar el cable negro que parte de la televisión hacia el techo del edificio. Son acaso veinte centímetros para nosotros. Para él es como descubrir un nuevo continente.
Artículo publicado originalmente en APOLORAMA, 30 de mayo de 2014.

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