Mierda, 4
- Leopoldo Silberman
- 1 jul 2020
- 2 Min. de lectura
Y es que hay de baños, a baños. El hecho de que sea ineludible el uso del retrete no significa que deba uno usar cualquier retrete. Hay sitios que no sólo no invitan, sino que ahuyentan las ganas de sentarse. Porque el ritual debe ser, si no agradable, al menos pasable. Un amigo de la preparatoria consideraba que uno de los máximos placeres de su vida era cagar. Lo hacía con gusto y portando una orgullosa sonrisa de oreja a oreja. No quisiera yo atribuirle tantos dones a la fétida acción de defecar, más es indispensable puntualizar que es un hecho tan privado, tan íntimo, que al menos merece que le guardemos un profundo respeto.
Y ese respeto se demuestra en un limpio y oloroso retrete. Oloroso a limpio, evidentemente. Lo grave de este caso es que son pocos los baños que verdaderamente pueden sentirse orgullosos de sí mismos por su limpieza. No sé si sea que a la mayoría de la gente le importa un bledo limpiar la taza del baño o que prefieren dejarla así a ver si se limpia sola mágicamente. Debo confesar que cada vez que me encuentro con un baño sucio no puedo evitar el remitirme a aquel de la cinta Trainspotting (Danny Boyle, 1996) en el cual un dopadísimo Ewan McGregor se sumerge (literal) para nadar en las aguas negras de un malsano lugar de Edimburgo buscando rescatar su supositorio.
Pero la ciudad de México no se queda corta: basta visitar los sanitarios de los mercados, de los antros antes del cierre, de las escuelas secundarias o de las plazas comerciales… ¡Son un verdadero asco! Cuando estudiaba la licenciatura en la sacrosanta Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM debía inevitablemente caminar hasta la Biblioteca Central, tomar el elevador, bajar en el octavo o noveno piso y ahí, solo ahí, visitar el baño. ¿Por qué? En primer lugar porque los baños de la Fac siempre estaban cerrados “porque los estaban limpiando”. En segundo lugar, porque sigo sin entender el concepto “limpiar” que manejan en dicho sitio: si el mingitorio tiene una capa, una NATA de grasa y mugre acumulada (con mucho esfuerzo) a lo largo de AÑOS, ¿qué podíamos esperar del retrete? ¿Merecía acaso el siquiera asomarse a verlo? No. No lo merecía. Valía más caminar, ejercitarse y acudir a un sitio respetable. Un sano, limpio y lindo retrete en cualquier otro sitio del sur de la ciudad.

Artículo publicado originalmente en Payaso Procaz. Cultura sin pudor, Marzo 12, 2012
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