Mierda, 3
- Leopoldo Silberman
- 1 jul 2020
- 3 Min. de lectura
Sintió una punzada en la boca del estómago. Una punzada que, acompañada de un incómodo burbujeo, se convirtió en retortijón. Incómoda y más roja que un tomate miró a uno y otro lado cerciorándose que nadie hubiera escuchado ese terrible sonido emanado de sus entrañas. Una ola de calor subió por su rostro y se sintió acosada, como si todos a su alrededor estuviesen al pendiente de los ruidos extraños provenientes de su intestino grueso. Porque la punzada había bajado, del sitio original a su costado, reptando como un Kukulkan lento y asfixiante, una serpiente emplumada fétida y nauseabunda que le anunciaba aquello que tanto temió desde el primer instante: era imperioso encontrar un baño.
El problema sería salirse de esa junta. Pretextar algo, lo que fuese. Una llamada telefónica urgente. Sí. Era lo más creíble. Lo único creíble. Una gota helada de sudor recorrió su espalda mientras veía de reojo su teléfono. Un mensaje. Era él. Había quedado de escribirle en cuanto estuviera lista la transacción. Ella esperaba el mensaje con tantas ansias y desde hacía tantas horas, que se había dado un atascón de miedo para calmar los nervios: dos gorditas de chicharrón prensado, un vaso de jícama con chile y limón, un mazapán, un capuchino frío –con leche light–, tres galletas de avena (por aquello de la dieta), una bolsa de lunetas y una coca de dieta. Y luego vino la junta inesperada. El jefe había tocado a su puerta citándola de inmediato en el salón y llevaban ahí más de cuarenta minutos. Cuarenta interminables minutos sobre todo a partir del retortijón inicial. Y mientras el jefe exigía saber el porqué de la decisión de vender esas acciones, ella simplemente sentía la muerte. La muerte chiquita, decía su abuela. Y un pedazo de sí luchaba por emerger de su vientre hinchado y enrojecido. Por un momento se pensó como Sigourney Weaver en Alien, extrayendo de sí una criatura monstruosa. Pero era un simple espasmo intestinal producto de la mezcla indiscriminada y la cantidad salvaje de comida que había decidido zamparse.
Y una serie de pequeños requiebres le hicieron ver que no había tiempo de espera: de un momento a otro, si no corría a un baño, terminaría haciendo el espectáculo del siglo en esa sala de juntas. ¿Con qué cara vería a sus compañeros de trabajo, a su jefe, a las señoras de la limpieza que tendrían que lidiar con su batidillo? ¿Con qué cara regresaría al día siguiente en medio de las miradas inquisitivas de todos aquellos que, enterados del incidente, dudarían en acercársele? Tomó el celular y tranquilamente se deslizó hasta la puerta, tratando de no hacer ruido para evitar que notasen su presencia. Cada paso era una eternidad, un acercamiento en cámara lenta al destino final, al fin más noble, al contacto último, a la gloria eterna. Logrando apretar el paso llegó a la puerta justo antes de que un estruendo silenciase a todos en la junta. Fue el ruido más ensordecedor y grotesco que jamás hubo escuchado y provino justamente de su persona. Acto seguido, con el corazón batiendo a mil y el rostro incendiándose por la vergüenza se volvió y, recobrando la mesura, sonrió a su jefe quien la observaba estupefacto sin saber si reír o vomitar por el fétido aroma.
Sí, lo sé. Lo siento… La cagué. ¿Puedo salir?

Artículo publicado originalmente en Payaso Procaz. Cultura sin pudor, Marzo 5, 2012
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