Mierda, 2
- Leopoldo Silberman
- 1 jul 2020
- 2 Min. de lectura
Él se dedicaba a engañar. Hizo del fraude su profesión, de la extorsión su afición y de la estafa su vida. ¿Cómo empezó? Nadie supo. Fue un niño normal con una infancia promedio y unos padres –hasta eso- comprensivos. Entonces era aún más sorprendente que se hubiera desviado de la senda correcta.
Fue en la adolescencia, dicen, cuando ganó las calificaciones de la secundaria sobornando a la mitad de la planta docente. Tomó el dinero de la alacena, donde su madre guardaba sus ahorros en una lata de galletas de mantequilla.
Y de los maestros continuó con el prefecto, la encargada de la enfermería y los empleados de la papelería. Hacía de las suyas y nadie le decía nada. No había acusación alguna, no hubieron regaños ni castigos. Y sus aficiones encajaron a la perfección en una sociedad ignorante y acomplejada.
Un día, al llegar a la universidad, aprendió cosas nuevas. Ya no se conformaría con ganar dinero a expensas de otros: ahora haría las cosas a lo grande, se decía.
Y fue ahí donde conoció al resto del equipo: un administrador, un contador, dos informáticos, un comunicólogo y un psicólogo. Todos los elementos que requería para hacer de la estafa una empresa y de esa empresa, su vida. Y comenzaron a ganar miles de pesos fingiéndose una agencia de bienes raíces y engañando a los clientes que buscaban departamentos, locales y oficinas en renta. Ponían anuncios en internet donde, con números falsos, daban información sobre propiedades que supuestamente manejaban. Eso sin informar a los dueños de los inmuebles, claro está. Uno y otro cayeron en la trampa pagando parte del depósito necesitado para la firma del contrato, contrato que nunca existiría. Y así hicieron fortuna, timando a inocentes, a gente noble que simplemente cometió el error de confiar. De creer en los demás.
Y a los bienes raíces siguieron los préstamos, los cursos ficticios, las falsas asesorías, la extorsión telefónica y hasta el fraude en tarjetas. Él amasó una fortuna, misma que derrochó en gastos fatuos y torpes inversiones. Porque ni con lo listo que parecía logró evitar caer en manos de gente como él. De gente mierda que también se aprovechaba de su propia ambición.
Pero no fue nunca atrapado. Nunca la justicia lo prendió por sus fraudes, estafas y extorsiones. Fue porque en un descuido, aquel día que había decido retirarse luego de haber transferido parte de sus ganancias al extranjero, quiso mandarle un mensaje a ella mientras manejaba. No lo vio. Apareció de la nada.
Mierda. Lo atropelló.

Artículo publicado originalmente en Payaso Procaz. Cultura sin pudor, Febrero 19, 2012.
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