Marzo 30
- Leopoldo Silberman
- 28 jun 2020
- 2 Min. de lectura
Quité los cuadros de una pared y, sin pensarlo, me puse a escribir con un plumón. Primero una frase, luego dos más, finalmente llené el muro de letras de distintos colores y diferentes caligrafías. Coloqué una foto aquí, una más allá, una nota, una postal, un clip imantado cargando el recibo de la luz que en unos días irremediablemente deberé pagar. Retrocedí unos pasos y medité lo que había hecho: me había apropiado de ese espacio haciéndolo mi estudio, mi biblioteca, mi pensadero, mi recordadora de datos absurdos y notas precisas. Mi lugar de escritura favorito.
La mesa es roja. La mandé hacer para que combinara con las sillas, que están en la familia desde aquellos días en los años cuarenta cuando mi tío Manolo y su hermano decidieron fabricarlas con sus propias manos. El primero en casarse se las quedaría. Fueron evidentemente parte de un comedor. Con los años quedaron abandonadas en la fábrica textil de mis tíos. De ahí pasaron al taller de mis padres. De ahí a una bodega de donde las rescaté para pintarlas de rojo, su color original, y resanar todas esas imperfecciones que el tiempo y el uso les regalaron.
Como el departamento es muy pequeño casi todo está ocupado por libros: libreros atestados por novelas, ensayos, poesía y muchos muchos libros de historia. No es para menos siendo historiador. He reservado un espacio en cada anaquel para aquellos juguetes que me acompañaron en la oficina que alguna vez tuve en el CECC y para tantos otros que he comprado desde ese entonces. Un frasco de café en cuyo interior hay una ramita barnizada de la que penden mariposas de fieltro comparte repisa con un hongo de cristal. El frasco fue el primer regalo que le hice a mi madre, siendo un imberbe de cuatro años, con motivo del día de las madres. Un día lo vi arrumbado y lo rescaté. El hongo es herencia familiar; perteneció a la bisabuela Haya, así como otras cosillas que conservo que mi padre heredó en vida de su querida abuela.
Rozar el lomo de los libros, limpiar cada uno de los juguetes, incursionar en la terrible vorágine de papeles encimados en un rincón del librero, tratar de teclear mientras Gedovius juega con mi tecla ALT desprendida hace unos meses por descuido y no arreglada por desidia, se convierte día a día en una acción que hago por inercia. Cada día más me acostumbro a escribir, a buscar ese espacio que tanto añoré donde sólo las letras y yo nos susurramos cosas, murmullos casi inaudibles que se transforman en vidas, en obras, en chismes, en protestas, en exclamaciones e interrogaciones, en verbos, adjetivos, sustantivos…
Sólo hay una persona que reclamará mis acciones de hoy, mis impulsos creativos: mi casero. Pero no hay letra que un buen bote de pintura blanca no olvide, ni frase que el papel no adopte.

Publicado originalmente en LetrasExplícitas.mx, Marzo 31 de 2014.
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