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Los Ávila

  • Foto del escritor: Leopoldo Silberman
    Leopoldo Silberman
  • 19 jun 2019
  • 4 Min. de lectura

Corría el año del señor de 1563 cuando dieron comienzo los festejos. Era don Luis de Velasco, el padre, virrey destas tierras de la Nueva España. Gastáronse sus haciendas los caballeros y gentileshombres, dijéronse muchas misas y plegarias a fin de aplacar el ansia por las buenas nuevas. Decíase en todos los rincones de México que era pronta la llegada del marqués del Valle de Oaxaca, de don Martín Cortés, hijo del conquistador don Hernando.

Gran fama tenía el marqués y más aún adquirió en México. Comparábase su servidumbre con la corte del virrey y el lujo de su palacio era tal que decíase que era el verdadero señor destas tierras. Juegos y fiestas fueron el pan de cada día, regocijando a los allegados a don Martín Cortés y preocupando al virrey don Luis quien comenzó a perder autoridad ante el carácter altivo e imperante del marqués.

Los hijos de los conquistadores vieron en don Martín al digno sucesor de su padre; el recuerdo de las hazañas de don Hernando Cortés era aún parte de las pláticas cotidianas de la sociedad. Por ello, nadie tomó con extrañeza el rumor de que queríase coronarse el marqués como monarca destos reinos. Rodeado de los más afamados caballeros, la sola presencia de don Martín desafiaba a las autoridades coloniales; el virrey don Luis trocó su antigua amistad en desconfianza, pues el marqués disputábale el respeto y supremacía de entre los miembros de la sociedad. Buscó entonces don Luis el freno a las ambiciones de don Martín a través de una disposición del Consejo Real, destinada a quitarle privilegios pues, se decía, sus vasallos ascendían a cerca de veinte y tres miles.

La protesta del marqués del Valle no se hizo esperar, apoyado como estaba por algunos de los principales encomenderos. Uno de ellos, el hijo del conquistador don Gil González de Ávila, dijo cosas harto malas en contra de Su Majestad el Rey: “No le suceda al rey lo que dicen, quien todo lo quiere todo lo pierde”, cuentan que señaló con vehemencia en una junta. Alonso de Ávila era su nombre y junto con su hermano eran dos de los más reconocidos entre españoles e indios. Y así, entre todos estos jóvenes, vástagos de los hacedores destas tierras, comenzó la sonada y malhadada conjuración.

Poco tiempo pasó entre esto y la muerte del virrey, enfermo como estaba de gravedad. La Audiencia poco podía hacer para contener los sucesos que estaban fraguándose en las casas de don Martín. Rumores corrían sin cesar y los seguidores del marqués preparábanse para alzarse en armas: don Alonso y don Gil, don Pedro y don Baltasar de Quesada, don Cristóbal de Oñate… la lista de los conjurados crecía, a la par que la inquietud de los oidores de la Audiencia se hacía más evidente.

Empero, el marqués, quien había alimentado las esperanzas de sus aliados y exaltado los odios de sus enemigos, no decidíase a iniciar la revuelta. El plan estaba fraguado, los hombres listos y don Martín… nada apresuraba a su corazón a dar el golpe fulminante al poder real en estas tierras. Dícese que pese a su ambición, carecía del valor de su padre, don Hernando; cuéntase que no sabía como hacer olvidar el compromiso adquirido con sus aliados encomenderos. Los oidores tampoco se atrevían a tomar acciones en contra de los conjurados, sabedores de la influencia del marqués entre todos los grupos de la sociedad.

Más la insoportable espera condujo a la desgracia… algunos de los conjurados, temerosos de las represalias del gobierno, confesaron los planes concebidos para el alzamiento. Pronto los oidores presentáronse a aprehender al marqués, tendiéndole una trampa de la que no pudo escapar. Los siguientes conjurados en caer en manos de la justicia real fueron los Ávila y, poco después, los hermanos del marqués, don Luis y don Martín Cortés, hijos bastardos del conquistador.

El gallardo don Alonso de Ávila confesó ser culpable del crimen que se le imputaba, al igual que don Gil de quien se cuenta poco o nada tuvo que ver con la conjura, más su amor filial le mantuvo al lado de su hermano. Pronto la Audiencia dictó sentencia contra los Ávila: se les condenaba a la pena capital. Un tablado frente al Ayuntamiento fue el sitio destinado a su muerte. La multitud vio los últimos momentos de aquellos jóvenes, de apenas veinte y cinco y veinte y seis años de edad; su noble porte, sus galanteos y prestigio eran tan conocidos en México como en los pueblos que tenían por encomienda. Rodaron sus cabezas bajo la mano castigadora del verdugo para ser exhibidas en las picotas; recibieron sus cuerpos entierro en San Agustín. Quitáronles sus bienes y sus casas fueron derribadas; rociada fue la tierra con sal, a fin de que jamás planta alguna creciera en ese sitio. Ese fue el castigo ejemplar a los conjurados; otros más recibieron la misma pena, algunos fueron exiliados y perdonados, como el mismo marqués.

En los terrenos de la casa de don Alonso levantarónse otras construcciones, más, se cuenta, nunca nada prosperó ahí. Fatal fue el destino de los nuevos moradores, fatal el de los miembros de la familia Ávila, principales artífices de la conjura independentista de 1566. Esa tierra rociada con sal permanece desierta; solo una placa pervive para recordar el trágico destino de los Ávila.



Artículo publicado originalmente en Ritos y Retos del Centro Histórico, año VI, no. 28, jun-jul 2005.

 
 
 

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