Los fantasmas no existen
- Leopoldo Silberman
- 3 jul 2020
- 3 Min. de lectura
Visitar el Panteón de San Fernando siempre fue para mí una experiencia doblemente morbosa: por una parte, el que estuvieran enterrados ahí varios de los personajes históricos a los que más admiro era razón suficiente para que quisiera recorrerlo. Por la otra, bastaba con el simple hecho de ser un cementerio para que yo lo encontrara fascinante. Sé que puede sonar macabro, pero hay algo en los camposantos que me hace querer recorrer sus pasillos, leer los epitafios, brincar entre las tumbas…
Más de una vez estacioné el auto en la noche y caminé hacia la reja. Decenas de ojos felinos vigilaban mi andar pausado mientras recorría la calle desierta tratando de acostumbrar la vista a la oscuridad, escudriñando cada rincón en busca de algo que saciara mi instinto curioso. Un ruido inesperado tras de mí, un perro ladrando, un vagabundo retorciendo su mullido cuerpo sobre una cama de periódico y asfalto, me sacaban de mi marasmo. Y no encontraba nada. Nada que probara que los panteones guardan terribles secretos de la vida y la muerte. El de San Fernando era, al parecer, un simple depósito de cadáveres fallecidos hacía tanto que ya no había deudos que lloraran o llevasen un arreglo floral a las tumbas. Con una ligera decepción regresaba al auto, encendía el motor y continuaba con mi camino.
Mis visitas se volvieron cada día más esporádicas y aunque en el Día de Muertos siempre regresaba a llevar una ofrenda al general Miguel Miramón, ya no recorría todos los pasillos. Apenas entraba, acomodaba las flores y salía, despidiéndome del vigilante en turno con una sonrisa apenas esbozada y con la certeza de que pasaría un año entero hasta mi siguiente visita. Más de una vez tomé fotos, casi todas ellas de las mismas tumbas: Miramón, Juárez, Guerrero, Zaragoza, Comonfort, Mejía…
Pero en los últimos meses tuve la oportunidad de volver en dos ocasiones: una conferencia impartida por mí mismo y un concierto de rock organizado por las autoridades del Panteón y la empresa para la que trabajo. Fue en este último que pude pasar un largo rato en el recinto, no sólo al pendiente del evento sino caminando una y otra vez sus pasillos. Tanto los miembros de mi equipo como algunos alumnos míos que llegaron al concierto no conocían el lugar, por lo que tomé la palabra en varias ocasiones para señalarles los sitios más relevantes, las tumbas más simbólicas, los recovecos que nadie conoce. Un rato después, los músicos comenzaron a tocar.
Toda la gente se concentró en el foro abierto, dejando la zona del cementerio en completa desolación. La temperatura había bajado y la noche estaba oscura. Yo aproveché que el resto de mi equipo estaba a cargo para acercarme a los sanitarios, situados cerca de la puerta del panteón. Recorrí los pasillos iluminados, cruzando entre tumbas para cortar camino. Frente al espejo, en el baño, revisé la pila de mi cámara y salí dispuesto a continuar con el resto de la jornada. En la puerta quité la tapa de la lente y disparé sin chistar, una y otra vez, sin preocuparme siquiera por enfocar correctamente a la figura que se mostraba antes mis ojos. Segundos después, ya no había nada. Nada ni nadie. El sujeto había desaparecido súbitamente. Algo en mí —miedo, quizás— me hizo regresar a toda velocidad al sitio del concierto. No hice comentario alguno pues sabía que en estos casos, nadie te cree. Es fácil sugestionarse en un panteón, me dirían. Y yo tampoco sentía deseos de dar explicaciones luego de tan inesperado encuentro.
Una hora después ayudábamos a los miembros del grupo a guardar y mover sus instrumentos. Poco a poco se había ido quedando solo el Panteón de San Fernando y alcancé a ver, justo a la mitad del mismo, a una de las chicas de mi equipo tomando fotos a la tumba de Zaragoza. Me acerqué para indicarle que era hora de partir. Justo iba a comenzar a hablar cuando se encontró con nosotros uno de los trabajadores del recinto. Tengan cuidado por aquí —señaló— pues ahí enfrente hemos visto a dos personas que caminan por las noches. Estaba yo con un compañero cuando lo vimos…
La chica apagó la cámara y caminó insegura, tratando de apretar el paso y de llegar lo antes posible al sitio en el que ya nos esperaban. ¿Tú le crees? —preguntó tímidamente. No— respondí seguro de mí mismo y tomándola del brazo— No hagas caso: los fantasmas no existen…

Artículo publicado originalmente en Payaso Procaz. Cultura sin pudor, Octubre 30, 2012
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