La otra Historia
- Leopoldo Silberman
- 18 jun 2019
- 4 Min. de lectura
Me la encontré una tarde lluviosa de hace… no sé cuantos años. Ninguno de los dos supo decir palabra alguna, solo nos quedamos inmóviles, esperando a que algo, alguien, cualquier cosa, rompiera el hechizo. Sin embargo, y para fortuna de ambos, el hechizo no se ha roto. Seguimos juntos, nos vemos casi todo el tiempo; cualquiera de los dos busca el menor pretexto —las compras, el trabajo, el museo, el pan, el café, la comida sabatina, qué más da— para volver a vernos. Somos el uno para el otro. Ella, imponente, antigua y nueva a la vez, siempre renovándose, siempre cambiando, pero conservando para mí los secretos más íntimos de nuestra unión. Yo, poco a poco más viejo, más terco y a la vez más aventurero, día a día con un interés mayor de conocerla a fondo, de hacerla mía. Yo, el historiador; ella, la Antigua, Noble y Leal Ciudad de México.
He de confesar que nuestros primeros encuentros se los debo a mis padres; ellos nos presentaron. Mi padre me enseñó sus calles, sus pequeñas historias detrás de cada casa, de cada mostrador, de cada camellón que se fue, de cada barrio que se ha ido quedando solo. Conocí vecindades, edificios, estatuas, glorietas; ahí vivió mi tía, aquí trabajó tu bisabuelo, por aquí jugué yo de niño, a tu edad. Mi madre me enseñó a distinguir los olores y sabores de la ciudad: la tierra mojada que nos regala el tiempo de lluvias; los mangos, sandías, jícamas con chile; la dulce invasión a una panadería en 16 de septiembre o Tacuba; los dulces cristalizados del mercado Ampudia; los elotes tostados de la calle de Guatemala.
Ambos me dieron los elementos para volverme adicto. Sí, adicto al Centro Histórico, a la antigua Ciudad de México, a la que vuelvo siempre por algo nuevo: tomar un café árabe, comprar un jugo de zanahoria, visitar una iglesia, buscar un libro viejo, encontrar —descubrir, debo decir—una placa de las que dicen “Aquí vivió…”. No obstante, la verdadera razón por la que camino en la ciudad es, simplemente, porque sí. Porque me gusta hacerlo. Tal vez con ello siento que regreso a mi no tan lejana infancia plagada de sueños de aventuras, como en una novela de Alejandro Dumas. Y es que si queremos vivir una aventura, basta y sobra con el Centro Histórico, con tomar una calle y caminar, caminar y sobre todo, observar. ¿Cuántas veces no hemos pasado por un sitio sin percatarnos de dónde estamos, que hay a nuestro alrededor, como son las personas que cruzan por nuestro camino?
En una ocasión, caminando con un amigo por las calles del Centro, éste preguntó: ¿cómo es que sabes que en esa casa vivió Antonio López de Santa Anna?, ¿de dónde lo sacaste?, ¿no estarás inventando?. Yo sencillamente contesté “Está escrito en esa plaquita, detrás de ti.” A partir de ese día, mi amigo se ha dado a la tarea de detenerse unos cuantos segundos para leer la historia que, en buena medida, está al alcance de nuestros ojos. Pero sí usted, estimado lector, tiene curiosidad y desea encontrar la casa en la cual vivió y murió uno de los personajes más polémicos del siglo XIX, el veracruzano Santa Anna, no tiene más que caminar por la acera izquierda de la calle de Bolívar, entre las calles de Tacuba y Cinco de Mayo y, simplemente, poner atención. Verá una construcción que dista mucho de ser un palacio, pero que refleja toda una época en la vida de nuestro país, donde un solo hombre pudo ocupar once veces la presidencia de la República, pelear en contra y a favor de la independencia, combatir en tres intervenciones armadas y ser republicano, liberal, federalista, monarquista, conservador y centralista según fuese lo conveniente.
Tiempos además en que la sociedad capitalina se divertía en teatros como el Principal, el Colón o el de Santa Anna… sí, en efecto, aquel que posteriormente adoptaría los nombres de “Imperial” y “Nacional”, estuvo alguna vez dedicado al mismo personaje del que hablamos. El fastuoso recinto propiedad de don Francisco Arbeu, que fuera construido por el arquitecto Lorenzo de la Hidalga en el año de 1842, fue testigo de innumerables actuaciones artísticas durante los cincuenta y ocho años que estuvo en pie, precisamente, frente a la casa en la cual nos hemos detenido, en la antigua calle de Vergara.
En este teatro se presentó la noche del sábado 16 de septiembre de 1854, el canto patriótico que el joven poeta Francisco González Bocanegra escribiese, y al que el maestro Jaime Nunó puso música: el actual Himno Nacional Mexicano, única herencia de Santa Anna que actualmente pervive. Empero, si el lector deseara conocer la casa de González Bocanegra, bastarían tan solo unos cuantos pasos hacia la calle de Tacuba para conocer la historia detrás del himno; una historia de amor entre Francisco y su musa… pero, para qué decir más… esa es, precisamente, otra historia, que espero contarle a usted en otra ocasión.

Artículo publicado originalmente en Ritos y Retos del Centro Histórico, año V, no. 23, abril-mayo 2004.
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