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La mala racha

  • Foto del escritor: Leopoldo Silberman
    Leopoldo Silberman
  • 9 jul 2020
  • 2 Min. de lectura

En ocasiones parece que la niebla no se disipa. Que la noche no acaba. Que la lluvia no cesa. Y el ánimo decae y, sólo por un momento, la esperanza agoniza… Y nos sentimos caca. La más inmunda caca del más inmundo charco. Aborrecible estiércol destinado al olvido en una banqueta cualquiera de una calle perdida en un pueblo desierto.

Yo me he sentido así en los últimos meses.

Antes no lo aceptaba: como bien dice Sergio (mi jefe, mi amigo y casi mi terapeuta), suelo pecar de optimista. Usualmente me creo muy chicho: todo lo puedo, todo lo sé y todo resuelvo. Cabe mencionar que casi siempre la cago pero, ah, eso sí, cómo me presumo infalible y seguro del éxito de todos mis proyectos. ¡Y… sopas! ¡Tómala papá! No siempre pasa… Acabo pidiendo disculpas, argumentando pretextos, convenciendo con otros proyectos que, esos sí, serán la neta del planeta. Y a veces lo son, pero no es regla.

Quizás heredé lo hocicón de mi padre y de mi abuelo y, al igual que ellos, lo hago sin darme cuenta y sin percatarme, evidentemente, de lo que con mis acciones provoco. Y si bien yo no lo veo tan grave (grave es matar gente, golpear niños, patear perros) sé bien que a muchos les molesta. Que les empacha mi actitud, que tuercen la boca al saber de mí, que incluso -me han dicho- vomitan al escuchar mi nombre. Si tocara a la puerta de todos aquellos que en algún momento se han sentido vilipendiados u ofendidos por mis acciones, pasaría gran parte de mis días recorriendo las calles. Quizás podría aprovechar para venderles Amway o Tupperware y seguro hasta hago una fortuna. Pero no es el caso.

El caso es que, consciente como soy ahora de mis acciones, de unos meses pa acá he tratado de enmendar el camino. Intento guardar mi ego en un cajón (para que nadie se ofenda); intento pedir disculpas por mis malas decisiones; intento escuchar más y hablar menos. Claro, no son enchiladas: Roma no se hizo en un día y hay hechos que son irremediables. Pero de que he tratado, he tratado. I swear it por mi madrecita santa.

Y de la mano de mi concientización tan sana llegó mi mala suerte: Pepe el Toro se queda corto en lo salado. La buena fortuna, la suerte y la confianza se esfumaron de pronto como el sueldo de un oficinista endeudado. Y titubee por fin luego de años de optimismo. “La rachita pasará pronto” me decía una y otra vez a mi mismo, tratando de creérmela. Y nanay: la salación llegó para quedarse…

Me fui bailando a Chalma, me hice socio del mercado de Sonora, me lancé de volada a Catemaco y no conseguí nada.




 
 
 

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