La ciudad y las letras o fe de bautismo de un caminante declarado
- Leopoldo Silberman
- 30 jun 2020
- 3 Min. de lectura
Aquel enamorado de las bondades del campo y la noble provincia mexicana, embelesado por la tranquilidad de sus paisajes, por el aire puro y vivificador de sus cielos y por la inminente calma en que se desenvuelven sus habitantes, jamás podrá entender al poeta que dedica sus letras a la monstruosa y fascinante urbe, a la inquietante ciudad.Personajes de todos los tiempos han escrito páginas repletas de admiración por la Muy Noble y Leal Ciudad de México; ¿quién no recuerda a la Musa Callejera de Prieto, o simplemente las “Memorias” de sus tiempos? ¿Quién puede olvidar a los novelistas que en sus distintas obras exaltan a la ciudad, a sus personajes, sus distintos rincones y sus calles? No podemos olvidar tampoco las memorias de aquellos que encaminaron sus pasos en las distintas arterias citadinas y degustaron los platillos servidos en sus restaurantes, además de visitar sus inolvidables cafés? Basta caminar de la mano de Manuel Payno y sus brujas de Los Bandidos de Río Frío; con la Aura de Fuentes, con Carlos, el niño enamorado de Mariana en Las batallas en el desierto, de José Emilio Pacheco. ¿O acaso puede uno prescindir de los Enseres para sobrevivir en la ciudad de Vicente Quirarte o la huida de la falta beata Crisanta de los Ángeles del abismo de Enrique Serna?Miles de páginas han sido dedicadas a narrar, sufrir, magnificar, denigrar o inclusive amar a la gran ciudad de México. Sería difícil hacer un relación, más podemos asegurar que hoy en día, tal vez anónimamente, decenas de personas continúan circulando por las calles citadinas, dedicados a observar la vida y obra de cuanto transeúnte se cruza en su camino y empeñados en escribir lo que viven día con día.El enamorado de la antigua Ciudad de México, además de amante de las letras que la recrean, llega también a convertirse en un admirador del séptimo arte que la muestra al mundo. ¿Cómo olvidar a Pedro Armendáriz cuando como ingeniero civil “construyó” la Torre Latinoamericana, o a Tin Tán, el tan recordado “Rey del barrio” que ponía centavos en vez de fusibles? En la memoria del caminante de la ciudad están David Silva y el tranvía, Pedro Infante y su “chorreada” y el bondadoso libanés Jalil, interpretado por el maravilloso Joaquín Pardavé que nos cautivó además, en el Salto del Agua, al volverse el mecenas de Fernando Soler en el México de mis recuerdos? Desde las dramáticas escenas de Los olvidados de Luis Buñuel hasta las truculentas aventuras de Peter Pérez, primer detective mexicano, el cine retrató a la gran ciudad. A través de la pantalla y de las letras hemos sido partícipes de los cambios, de la constante evolución que ha sufrido la urbe en el transcurso del tiempo. Las casas y edificios que alguna vez existieron ahora solo pueden ser recordados (o revividos) a través de estas artes y los tipos característicos de la ciudad, algunos ya desaparecidos, pueden volver a ser encontrados con tan solo una hojeada a los libros o una “ojeada” a nuestro cine de oro.¿Qué tienen en común el cineasta que retrató a la ciudad y el hombre de letras que la escribió? Principalmente, que ambos debieron haber sido, antes que nada, estupendos caminantes. Aquél que no se atreve a recorrer las calles, a entrar en los edificios, a detenerse ante una de las maravillas que se nos otorgan paso a paso, no puede entender a la ciudad, no puede sentirla cerca y cautivarse con ella. Que conste con este documento que el autor de estas letras presenta al público su Fe de bautismo como un caminante y amante declarado de la Gran Ciudad.

Artículo publicado originalmente en Ritos y Retos del Centro Histórico, año VI, no. 27, ene-feb 2005.
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