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  • Foto del escritorLeopoldo Silberman

Gracias

Actualizado: 15 jul 2020

Parte de lo criticón que soy en ocasiones, se lo debo a mi padre. No había pájaro que quedara con cabeza bajo la más mortífera y mordaz de sus críticas. Y era, ciertamente, atinado tanto en sus comentarios (por ojetes que sonasen) como en sus predicciones. En esos años yo nunca le daba la razón, no sólo por mi adolescencia que me impedía ver claramente algo más claro que el agua, sino porque no nos llevábamos bien. Más bien: él no se llevaba bien conmigo.

Debo confesar que me costó mucho decidirme, como editor, a establecer el tema de la semana. Me decían “tenemos que hablar de los papás” y yo, sabiendo que era cierto, me hacía pendejo para no aceptarlo. Finalmente cedí: que mi historia no sea buena o digna de contar no significa que las de los demás no lo sean.

La breve vida de mi padre es una novela que un día escribiré. Yo lo amé, como aman los hijos a sus padres y más aquellos que no encuentran la manera de acercarse a los mismos. Eso sí: nunca lo comprendí en su momento. Y a la fecha no resisto ver películas de amor filial ni escuchar canciones al respecto: rompo en llanto silenciosamente. Es de esos asuntos personales que aún no resuelvo, pese a los doce años que han pasado desde su muerte.

Lo curioso es que cada día me parezco más a él. Físicamente no tanto, pero mi voz se asemeja a la suya pues me voy acercando a pasos agigantados a la edad en que él falleció. Él decía que día con día se parecía más a mi abuelo, a quien poco vio en su vida adulta y a quien yo apenas vi en una veintena de ocasiones. Mi padre estaba resentido con mi abuelo; yo, con él. No sé aún si algún día tendré un hijo, pero si así fuera, me he prometido a mi mismo romper con esa cadena de sinsabores.

No mucho en realidad, pero a veces pienso en mi papá. Más ahora que paso buena parte de mi tiempo en la colonia Roma, que tanto le gustaba. Lo recuerdo siempre al volante, llevándome a los lugares más extraños y recónditos de la ciudad a visitar a los clientes. Lo recuerdo recargado en el mostrador de una tienda de ropa, hablando con el dependiente que nos recibía la mercancía y sacándole la sopa hasta de sus sobrinos. Al término de la interminable charla, solía decir: “Ay, cómo habla la señora Equis…” También lo recuerdo cuando vamos al cine, pues solía quejarse de que siempre le tocaba hacer una cola eterna, sentarse detrás de un cabezón, junto a un pedorro y delante de un cabrón que pateaba como cabra. Y, como dijeran las viejitas, “verdad-de-Dios-que-le-pasaba!”. Íbamos al Dorado 70 o a los multichiqueros de Plaza Universidad y de inmediato el karma actuaba. Como dijeran hoy en día los metafísicos: lo decretaba.

Y entre sus tantas quejas, se quejó de mí toda mi adolescencia. A partir del 8 de junio de 1994, día en que cumplí dieciséis años, mi feliz y pacífica niñez se fue al carajo. No sé por qué ni me importa ya, pues le debo agradecer que eso me hizo fuerte, seguro de mi mismo, independiente, aunque en esos años me dolía y mucho. Mi padre me felicitaba un año por mi cumpleaños; al siguiente me ignoraba épicamente todo el día. Al año siguiente me llenaba de regalos. Y nunca discutí con él. Nunca le levanté la voz. Nunca me quejé. Nunca pude. Solo me quedaba callado.

Un día papá enfermó: la seguridad que mostraba, así como su ímpetu, fueron decayendo. Aún así nunca dejó de trabajar. Todavía en los últimos días de su vida, trabajaba desde su silla de ruedas. Debo decir: un verdadero ejemplo.

Y poco a poco, pian pianito, dejó de lado el reproche y el sarcasmo en su trato a mi. Una tarde, de regreso del trabajo y desde el asiento del copiloto -sólo conmigo se atrevía a venir de pasajero, pues decía que nadie sabía manejar bien- me dijo seriamente, sin vacilar un instante: “El día que muera, si muero en la casa, háblale al doctor Alatriste; él sabe qué hacer con eso del certificado de defunción. En tal sitio hay dinero para el funeral. No quiero nada aparatoso.” Acto seguido, me dio más instrucciones para el día que él sabía cercano.

No pasaron ni dos meses cuando tuve que cumplir con lo encomendado. Y no lloré en su funeral. No pude. Eso se lo dejamos a los parientes lejanos, a los que tenían algo qué les remordiera la consciencia; mi madre, mi hermana y yo no lloramos. En mi caso, el llanto llegó meses después, en la calle de Venustiano Carranza justo al salir de una zapatería. Vino a mi mente de repente el recuerdo de mi padre, caminando por esa calle. Y supe en ese momento que no tenía nada más que reprocharle, ningún rencor, ni una espina atravesada en mi corazón. Eso sí: no podía ni debía olvidar lo malo; sus errores y defectos me ayudarán a mejorar como persona. A no ser como él ni como mi abuelo; a heredarles solo lo bueno que, a decir verdad, era bastante.

Por eso, por lo malo y lo bueno, gracias papá.



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