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  • Foto del escritorLeopoldo Silberman

Esclavos

Tal vez no había puesto atención o no había querido reparar en detalles sobre lo que día con día sucede a mi alrededor, pero no fue sino hasta que salí con cámara en mano que me percaté de qué tanta soledad hay en derredor nuestro. Soledad que hoy acompañamos con nuestro nuevo mejor amigo: el teléfono celular.

Yo amaba tener pretextos para no hablar a mi casa en esos ayeres en que uno no portaba un dispositivo móvil. No traía tarjeta, no traía monedas, no había teléfonos eran excusas estupendas cuando uno quería desaparecer un rato, olvidarse de las tareas, las restricciones en la hora de llegada, el hogar-dulce-hogar. Y cuando más vale pedir perdón que pedir permiso, los padres se ocupaban de darnos la cagotiza respectiva y uno de bajar la cabeza, guardar la cola entre las patas y asumir las consecuencias de eso que ya estaba hecho. Lo bailado nadie te lo quitaba.

Hoy, presos de los aparatos, no podemos mentir: al inicio decíamos “no hay señal, se me acabó el crédito, se me acabó la pila”, un cuento que TODOS se saben en estos días. Y automáticamente señalamos dónde estamos, con quién estamos, qué sentimos, qué pensamos. Vivimos en una inmediatez que nos come y carcome. Que aniquila velozmente nuestra independencia, nuestra privacidad. Y lo peor es que disfrutamos de este estado de codependencia.

No hay vacaciones sin Instagram, no hay reflexiones sin Facebook, no hay opiniones sin Twitter, no hay imaginación sin Pinterest. Todo podemos regularlo por una app, todo podemos controlarlo con un smartphone que tiene la capacidad de controlarnos. Y basta volverse y observar: todos somos esclavos. Todos tenemos uno. Lo gozamos. Lo hacemos parte de nuestro ser. Nos acompaña al café, al baño, a la escuela, a misa, al concierto, al estadio, al cine. Es una extensión de nuestro cuerpo y cuando nos falta (porque puede faltarnos suéter, paraguas, llaves, lentes, pero no celular) entramos en crisis. Comenzamos a sentirnos vacíos, solitarios, incomunicados.

Y llegamos a casa y abrimos el cajón del olvido mañanero y ahí está, el compañero inseparable, el cómplice, el alter-ego tecnológico. Respiramos aliviados. Le falta pila, lo conectamos, le damos vida una vez más y esperamos, pacientemente, a que reviva como el ave fénix.

Sí, somos esclavos.

(Habiendo escrito esto, pulso el botón central de mi iphone y le doy “Enviar”. Listo, mi texto está publicado…)



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