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  • Foto del escritorLeopoldo Silberman

Escenas del fin del Imperio, 1

Según cuenta Miguel Miramón en su diario, dormía en su casa cuando, a las tres de la mañana del 15 de mayo de 1867, tocaron a su puerta. Un ayudante le comunicó que el general Mariano Monterde, jefe de la línea del río, le avisaba que tres jefes y otros tres oficiales se habían pasado al enemigo. Le informó también que el ánimo entre la tropa imperialista era bajo, sobre todo al ver que los militares se cambiaban de bando, por lo que era conveniente que asistiese en persona. Miramón ordenó que se relevara al batallón de Monterde con el del coronel Carlos Miramón, su hermano.

A las cuatro se presentó en el río, habló con el general Monterde y con los oficiales que quedaban; ordenó que se disparasen de cuatro a seis cañonazos al enemigo al toque de diana de las cinco y esperó ahí hasta que esto se ejecutó. Regresaba a su casa cuando el repique de campanas de la iglesia de San Francisco llamó su atención y apresuró sus pasos hacia dicho lugar; entonces, un ayudante del duodécimo batallón se le acercó para informarle que el general Severo Del Castillo había ordenado al coronel de dicho cuerpo que se replegara a la plaza, pues el punto del convento de La Cruz, cuartel general del emperador Maximiliano, estaba perdido.

Miramón ordenó que todos se dirigieran a la plaza y siguió hacia San Francisco; estando a una cuadra de dicho lugar se encontró a otro oficial que a toda prisa le dijo que no había fuerzas imperiales en La Cruz que no estuviesen en manos de los republicanos y añadió: “el coronel López ha entregado la plaza y ya el enemigo me sigue muy de cerca”.

El mismo Miramón cuenta:


“Salgo a la plaza y veo a Ordóñez amenazado por un oficial a caballo; tomar la pistola, correr unos veinte pasos y disparar sobre este oficial, fue obra de un segundo; desgraciadamente no le pego, él me hace fuego así como a Ordóñez, me hiere en la cara y en un dedo de la mano izquierda y hiere a Ordóñez en la cara también, y se pone a salvo; corro tras él toda la plaza, da vuelta al biombo donde le disparo un segundo tiro, pero era muy tarde, y entonces se vuelve con unos cincuenta hombres del batallón de Nuevo León, que al desembocar me hacen fuego…”


Desangrándose, Miramón logró regresar a su casa para ordenar al general Francisco Casanova que marchara con dos batallones hacia San Francisco; también mandó llamar a un doctor y, como éste no llegó, fue él mismo a buscarlo a su casa.

El doctor Vicente Licea entretuvo a Miramón por dos horas revisándole la herida, para terminar diciéndole que la bala había salido y que por fortuna su quijada estuvo muy dura. Al cabo de ese tiempo, la tropa republicana del general Refugio González, cuñado del médico, ya había rodeado la casa.

Miramón estaba, prácticamente, preso.

Algunos años después el doctor Licea escribiría su versión de los hechos, poniendo énfasis en que no traicionó al general Miramón, sino que por el contrario, intentó ayudarlo y que fue el Macabeo el que, impaciente, insistía en que le extrajeran una bala que evidentemente ya no se hallaba en su cuerpo.

Irónicamente, el gobierno republicano levantó cargos judiciales por hurto en contra de este inocente médico durante el embalsamamiento del cadáver de Maximiliano; se le acusó de apoderarse de diversos efectos personales del emperador, a saber “una banda de seda roja, un pantalón negro, una camiseta de abrigo, unos calzoncillos blancos, dos calcetines, el pañuelo que Maximiliano empuñó al momento de ser fusilado, dos pañuelos con que se amarró la barba en el mismo acto y una corbata de seda negra”

En su declaración afirmó que prefería la cárcel que ya sufría por hurto, antes que “la mancha de aparecer como denunciante” del general Miramón. Aseguraba que no había sido él, sino la señora Adela Cacho, esposa del general Carlos de Gagern, quien desde su casa gritaba a cuantos pasaban que tenía ahí adentro a Miramón, herido. Vociferaba además que éste había ido a buscarla porque fue “su primera novia”, por lo que todos los republicanos, según Licea, se enteraron que ahí estaba el general imperialista.

Queriendo darle el beneficio de la duda, yo me pregunto: ¿qué hacía la esposa de Gagern gritando desde la ventana del doctor Licea? Y, suponiendo que así haya sido, ¿era común que una señora, a mediados del siglo diecinueve, anunciara a toda la soldadesca que dentro de la casa en la que se encontraba tenía herido a su “primer novio” —enorgulleciéndose por ello, según Licea— a pesar a estar casada y, por si fuera poco, con otro general? Si esto hubiese pasado, ¿no hubiera dado eso mucho de que hablar? ¿No hubiera sido algo que la moral de la época habría juzgado? Y por lo tanto, ¿no se habría conocido este hecho por otras fuentes además del doctor Vicente Licea?

Inocente o no, Licea tuvo que cargar toda su vida, al igual que Miguel López, con la mancha imborrable del traidor.



Publicado originalmente en Área de No Leer, revista digital, mayo 15 de 2017.


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