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Entre consumadores te veas: Iturbide y Obregón

  • Foto del escritor: Leopoldo Silberman
    Leopoldo Silberman
  • 3 jul 2020
  • 3 Min. de lectura

El 27 de septiembre de 1821 hizo su entrada triunfal a la ciudad de México el Ejército Trigarante, a cuya cabeza se encontraba el general Agustín Cosme Damián de Iturbide y Arámburu, criollo vallisoletano que, luego de militar en las filas realistas, optó por unirse a su antiguo enemigo de armas, el insurgente Vicente Guerrero, y consolidar de una vez por todas la independencia nacional. Cualquier ciudadano común, medianamente instruido en Historia de México, sabe cuál sería el destino del libertador: luego de su actuación en pro de la creación de una nueva nación (del Imperio Mexicano, como fue llamado originalmente), Iturbide presidió la Regencia para más tarde ser escogido “espontánea y libremente” emperador. Claro, dicha aclamación fue liderada por el sargento Pío Marcha, un incondicional de Iturbide. Una vez ungido, Agustín I (con capa, trono y toda la hermosa parafernalia imperial) comenzó a gobernar un país descompuesto por la lucha que por once años lo había asolado.


Era el libertador, etiqueta que ni siquiera don Vicente Guerrero podía disputarle. Pero no pasaría mucho tiempo antes de que sus propios seguidores, como el entonces joven brigadier Antonio López de Santa Anna, le depusieran y formularan otro experimento de nación: la República. El experimento imperial terminó con la abdicación del general Iturbide y su posterior fusilamiento en Padilla cuando, como Napoleón en los Cien Días, regresó a la patria con intenciones de restablecerse en el poder. Su nombre pasó a la Historia, más la misma lo condenó a un lugar secundario. Muchos quisieron olvidar su antigua filiación iturbidista; tantos otros la negaron enfáticamente. Pasó don Agustín del cielo de nuestros héroes al inframundo de nuestros antihéroes.

Al cumplirse los primeros cien años de la Consumación de la Independencia Nacional, el general sonorense Álvaro Obregón presidió los festejos del Centenario. Quizá no fue tan deslumbrante como el de 1910, más es preciso señalar que el Estado echó la casa por la ventana para dar realce al evento. Era la oportunidad idónea para que el presidente mostrara el mundo que la guerra interna era cosa del pasado, que la Revolución había llegado a su fin. Iturbide se había ganado el papel de Padre de la Patria aunque por sus pretensiones políticas le haya sido arrebatado y sólo se le concediese al iniciador de la gesta, Miguel Hidalgo y Costilla. Obregón estaba en vías de escribir con letras de oro su propio nombre al dar fin a la lucha comenzada por el Apóstol de la Democracia, Francisco I. Madero y consolidar a la nación dándole instituciones fuertes y transformando la Revolución en trabajo. Sí, era su oportunidad.

Por ello, los festejos incluyeron exposiciones, congresos, funciones de teatro, inauguraciones de obras públicas, conciertos, desfiles, actos de beneficencia pública, discursos… Aunque no se mencionó el nombre de Iturbide en ningún momento, la alusión velada era evidente: don Álvaro encabezó un desfile militar con 16,000 efectivos que recorrió las calles de la ciudad tal y como lo hizo el Ejército Trigarante en 1821. Mismo número de tropas, un caudillo distinto a la cabeza: Iturbide había perdido todo lo ganado al intentar detentar todo el poder; Obregón no cometería el mismo error, al menos de momento. Que gobernaran las instituciones, no los hombres, fue su misión. Hacia allá encaminó sus pasos. No obstante encontró una desviación en su camino y la tomó. Grave error del general. Mientras Iturbide murió en el paredón, Obregón lo hizo también de manera violenta: las balas de José de León Toral le acribillaron quitándole la vida. Fanatismo religioso, dijeron. ¿Será?



Artículo publicado originalmente en CECC COMUNICA, no. 54, abril 2009


 
 
 

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