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Entre cangrejos y rojos: la ciudad de México en tiempos de la Reforma

  • Foto del escritor: Leopoldo Silberman
    Leopoldo Silberman
  • 30 jun 2020
  • 3 Min. de lectura

Durante tres años México vivió una guerra civil que radicalizó no sólo las posturas políticas sino incluso las costumbres y vida cotidiana de las familias de la época. La confrontación de dos ideas, de dos pensamientos distintos, de dos modus vivendi que desde principios del siglo diecinueve se disputaban el recién inaugurado gobierno nacional, llegó a su culminación con la declaración abierta de guerra. Yorkinos y escoceses, federalistas y centralistas, liberales y conservadores, dos grupos que poco a poco definieron sus ideologías y se fueron convenciendo de que la única manera de gobernar el país y terminar con las luchas intestinas era eliminándose mutuamente. La historia calificó de buenos a unos y de malos a los otros. Creo firmemente que ninguno de los dos bandos puede recibir el calificativo impuesto por el triunfo de las armas, pues los dos pretendían acceder a un fin ulterior: el bien de su patria. Patria, palabra casi en desuso en nuestros días.

Las familias mexicanas sufrieron esta guerra de tres años… los hijos se afiliaron quizá al bando liberal, o profesaron con fervor las ideas conservadoras. Hermanos divididos, hermanos en lucha por acceder al poder, por imponer un ideario político. También la ciudad sufrió sus consecuencias; desde las vísperas del enfrentamiento, cuando las leyes que formarían el proyecto de constitución reformista eran discutidas por el congreso, varias conspiraciones se fraguaron en las calles de México. Muy sonada fue aquella que, tras ser descubierta al interior del convento de San Francisco, instó al gobierno de Ignacio Comonfort a decretar que se abriera una calle a través del mismo y se le nombrara “de la Independencia”. Al día siguiente de esta orden, 17 de septiembre de 1856, el presidente suprimió a la comunidad franciscana y nacionalizó la mayoría de sus bienes. 

Tras la promulgación de la Constitución el 5 de febrero de 1857 (por cierto, día de San Felipe de Jesús, primer santo mexicano), los empleados gubernamentales fueron obligados a jurarla; el clero, por su parte, los presionó para que no lo hicieran, so pena de quedar excomulgados. De ahí que gran parte de los empleados optaran por renunciar, unos más fueran encarcelados y otro número significativo siguiera conspirando en contra del gobierno.

Una vez en armas, liberales y conservadores pelearon en el campo de batalla a lo largo y ancho de la República.  Los unos, dirigidos por el abogado oaxaqueño Benito Juárez, que instaló su gobierno en Veracruz; los otros, con sede en la capital del país y comandados por Félix Zuloaga, primero, y por el Joven Macabeo, Miguel Miramón, después. El tiempo, la suerte, y tantos otros factores determinaron el triunfo temporal de las armas liberales. De esta ciudad salieron los principales jefes conservadores: Miramón, al exilio. El resto, a seguir la lucha por medio de la guerra de guerrillas. Juárez hizo otro tanto en contra del clero que tanto había ayudado al enemigo: mandó abrir otra calle, esta vez a través del también magnífico convento de Santo Domingo, a la cual bautizó con el nombre de Leandro Valle, mártir de la Reforma. Valle era, por cierto, el mejor amigo de Miramón, su contrincante político, su hermano fuera del campo de batalla. Así dividió la lucha a la sociedad. Las consecuencias fueron graves incluso para la ciudad misma, que cambió su fisonomía tradicional adaptándose a las reformas liberales de la época. La lucha no habría de terminar ahí… la guerra de Reforma se prolongó varios años más hasta la muerte de Maximiliano en 1867. Pero esa es otra historia.  



Artículo publicado originalmente en Ritos y Retos del Centro Histórico, año VII, no. 33, may-jun 2006.

 
 
 

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