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El reloj de la Palma

  • Foto del escritor: Leopoldo Silberman
    Leopoldo Silberman
  • 30 jun 2020
  • 2 Min. de lectura

Cuentan los que saben, o que acaso dicen saber, que las calles son bautizadas por la gente que en ellas habitó alguna vez. Tal es el caso de nombres que han llegado a nuestros días y que reflejan las costumbres, los personajes y los hechos que acontecieron en un espacio delimitado por aceras. ¿Quién no ha caminado por recovecos que aluden a una leyenda, a una persona, a un suceso? Cuentan también que en cierta calle, un señor de cuyo nombre no puedo acordarme plantó una palmera, justo a la mitad de su propiedad. A partir del crecimiento de dicho árbol, las personas que deambulaban por ella comenzaron a llamarla “la calle de la Palma”. Tantos y tantos años han pasado y el nombre ha pervivido. Actualmente, esa calle que sin su árbol característico conservaba el recuerdo de antaño, hoy en día se llena de vida gracias a otro elemento que estamos seguros se habrá de volver un punto de referencia en el Centro Histórico: un reloj. Cada hora dicha calle detiene su andar, cada hora los vecinos dejan las cotidianas actividades para escuchar una música proveniente de las alturas. Al ritmo de una de las suites más afamadas del compositor ruso Tchaikowsky, toda la gente, en especial los niños, queda maravillada por el marcial andar de los soldados de plomo que anuncian el fin de una hora y el inicio de otra más. Su redoble es coronado por el sonido de una campana, cuyo tañer nos lleva atrás en el tiempo, a una época en que el tiempo era más largo y la vida más plena. Más sorprendente aún es caminar entre relojes, máquinas y relojeros y descubrir la maravillosa maquinaria que desde 1895 ha brindado servicio al hombre, proporcionándole la medida exacta de todas las cosas que más le importan, que más ama en esta vida. Don Luis, el relojero cuyas manos realizaron el milagro del tiempo, el fantástico acontecer de la resurrección de un reloj de entre las cenizas, del olvido de la máquina volcada en fierro viejo, nos recibe con gusto, nos muestra el interior, el corazón de la máquina y la mágica experiencia del tiempo y las fases lunares. A veces, confiesa, atraviesa la calle y se mezcla entre la gente, fascinado de encontrar en la reacción de los niños el motivo suficiente para seguir haciendo lo que más le gusta: operar y curar relojes.

Pero los soldaditos y la campana tienen una historia propia, que merece ser contada una a la vez… o al menos eso es lo que cuentan los que saben.



Artículo publicado originalmente en Ritos y Retos del Centro Histórico, año V, no. 24, jul-agos 2004.

 
 
 

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