El monstruo sanguinario del armario
- Leopoldo Silberman
- 3 jul 2020
- 3 Min. de lectura
En realidad siempre he considerado que soy extremadamente tímido. Mi rostro enrojece a la menor provocación y una gota de sudor frío me recorre la espalda lentamente, torturándome mientras intento borrar de mi mente todas esas miradas que deben estar clavadas en mí, cual si fuera un animal enjaulado en exhibición. Cualquiera pensaría que una persona que se dedica a lo que me dedico no sufre de estos males pero… estaría cometiendo un grave error. La timidez ha sido el coco que me ha acompañado desde la infancia y que me ha impedido hacer muchas cosas que habrían sido maravillosas si no me volviera un jitomate humano.
Hoy en día he logrado domarla. Sin embargo, regresa una y otra vez cuando menos me lo espero, echando a perder el momento, arruinando la posibilidad de éxito en alguna empresa difícil de lograr. ¿Qué si he intentado tomar una terapia? No, estas cosas no se quitan con terapeutas ni con psiquiatras. Se quitan, como tantas otras fobias, tomando al toro por los cuernos. Enfrentando como los machos el miedo cara a cara. Sí, ya sé: se dice fácil…
Recuerdo que en una película (de esas de fácil olvido) mencionaban que si te imaginabas a tus interlocutores desnudos, la timidez, el miedo, el terror y demás fantasmas desaparecerían al instante. Nada más falso. Una vez intenté hacerlo y fue peor: me dio un ataque de risa nerviosa y todos se me quedaron viendo cual si estuvieran frente al paciente de un psiquiátrico. No. No es la opción. Lo que mejor me ha resultado es respirar, respirar y respirar una vez más. Lo interesante del caso es que el miedo desaparece a los pocos segundos de que uno se olvida de él: es como ese monstruo del armario que en las noches imaginamos devorando cerebros humanos tras la puerta de madera. Apanicados, tratamos de cubrirnos con las sábanas como si éstas pudiesen defendernos y cerramos los ojos hasta las lágrimas. Y de pronto, el monstruo sanguinario desaparece al más leve signo de distracción (un ruido en la cocina, el ladrido del perro, la voz de mamá…) haciéndonos quedar como tontos.
Algo así me sucede con la timidez: en cuanto me olvido que la traigo arrastrando desde la infancia, puedo superarla (al menos momentáneamente). Imaginen ustedes la primera vez (estando estudiando la primaria) que quise, ya no digamos decirle a aquella niña que me gustaba, sino apenas acercármele en la hora del recreo: evidentemente, no pude. Di mil y una vueltas por el patio armándome de valor y, justo cuando estaba por hacerlo, llegaron sus amigas. ¡Oh, terrible destino que me había puesto en el camino incorrecto! Obviamente retrocedí y tuve que hacerme quinientas cuarenta y siete marañas mentales antes de que llegase la gran idea: ¿por qué no los niños rompíamos esa terrible barrera que nos separaba de las niñas y jugábamos “las traes” todos, fomentando así no sólo la sana convivencia de los sexos sino desapareciendo también las incómodas trabas que nos ocasionaban nuestros prejuicios? Era fácil convencer a los niños así que… en un mismo día no sólo pude acercarme a la niña de los ojos negros sino que además, comencé a utilizar algo que quizás me ha acompañado el resto de mi vida: la creatividad.
Dado el éxito obtenido, la fórmula la fuí perfeccionando a lo largo de los años, sumándole elementos indispensables como la experiencia, las lecturas de buenos libros, la madurez propia de la edad y, sobre todo, un humor que a veces raya en lo negro. Ahora ya no me aterro antes de un evento importante: sólo entro en pánico los cinco minutos previos a éste. Me encierro en un baño, me lavo la cara y respiro, respiro, respiro. Y claro, hay cosas que me causan más miedo que otras: hablar con los padres de mis alumnos, decir mis sentimientos –de cualquier índole- en público, recibir una felicitación frente a otras personas. El sonrojo inmediato es dificil que desaparezca, sólo que ahora dura menos tiempo (o quizás dura lo mismo y soy yo el que no le da demasiada importancia). Pero una cosa es segura: ser tímido será parte de mi naturaleza hasta el día en que mi cuerpo alimente a los gusanos. Si alguien que me conoce lee estas líneas puede pensar –con justa razón- que estoy mintiendo. Que soy el tipo menos tímido del mundo. Pero, como lo señalé líneas atrás, estaría cometiendo un grave error…

Artículo publicado originalmente en Payaso Procaz. Cultura sin pudor, Septiembre 4, 2012
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