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Eje 8 Sur Ermita

  • Foto del escritor: Leopoldo Silberman
    Leopoldo Silberman
  • 2 jul 2020
  • 2 Min. de lectura

Íbamos con regularidad a casa de Noemí. De un día para otro se convirtió en el sitio idóneo cuando todos descubrimos esa sala de juegos (especie de roof garden noventero) donde podíamos pasar las horas departiendo sana e insanamente con el aval de sus padres que, además de comprensivos, eran unos excelentes anfitriones. Y pues sí, nosotros abusábamos de su confianza al hacer de ese sitio el lugar ideal para las reuniones.

Y cabe mencionar que en esos días, si bien sí se tomaban tragos, la intención de la reunión no era emborracharse: en las horas que pasábamos ahí bailábamos, charlábamos, arreglábamos el mundo, jugábamos billar, observábamos el cielo, nos reíamos de todo, nos divertíamos como enanos… Mimí vivía (ignoro si todavía) a una cuadra del eje 8, apenas pasando Calzada de Tlalpan; hace unos días circulaba por esos lares cuando en mitad del tráfico alcancé a observar la esquina de su casa. Al parecer nada ha cambiado, las mismas casas, los mismos árboles, los mismos postes… Sólo nosotros, nosotros nos hicimos viejos…

¡Qué asquerosamente melodramático soné! No, no es cierto. No nos hicimos viejos. Sólo se hicieron viejos aquellos que en nuestros años mozos eran hermosos (y hoy son vejetes horrorosos). Se hicieron viejos los carteles del PRI pegados en las paredes para recordarnos alguna elección fraudulenta (de esas que YA no hay), los calzoncillos de Chabelo o los camiones de basura (que son los mismos desde mi infancia) Y… los cerros. Pero nosotros, no. Solo… maduramos.

Pero antes de la dichosa maduración, íbamos a casa de Noemí por cualquier pretexto: como aquel día en que nos regaló, a mí y a Nonón, un par de gatos. Macho y hembra para ser exactos. Emocionados tomamos a los mininos y los pusimos en una caja de zapatos que nos dio la mamá de Mimí, seguros de que nuestros padres los aceptarían gustosos en nuestros respectivos hogares. En la combi que nos llevó de regreso pensábamos en el nombre ideal para los gatitos, sin atinar a ninguno interesante. Curiosamente la caja tenía una etiqueta que rezaba:

SANDALIA CON TACÓN

Así que decidimos bautizarlos así: Tacón y Sandalia. Y volvimos felices con nuestros recién bautizados felinos, cada quien a su casa, de donde nos corrieron ipso facto con todo y gatos… ¡Oh, esos padres que no entienden el espíritu paternal de dos jóvenes indocumentados! Por ello, regresamos a casa de Noemí horas después con la caja, Tacón y Sandalia. Los aceptaron de regreso. Los aceptaron como nos aceptaron a nosotros una y otra vez, ya fuera a comer pozole, a echar un baile, a charlar un rato, a ver la tele, a usar su casa de cuartel para proyectos editoriales, a jugar billar, a poner monedas en la rocola…

Cada vez que paso por Ermita recuerdo a los López. Recuerdo a Noemí y recuerdo a todos y cada uno de los rostros de esos amigos que fueron y, en algunos casos, siguen siendo inseparables.



Artículo publicado originalmente en Payaso Procaz. Cultura sin pudor, Diciembre 18, 2012

 
 
 

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