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Chihuahua

  • Foto del escritor: Leopoldo Silberman
    Leopoldo Silberman
  • 27 jun 2019
  • 4 Min. de lectura

Y sí, efectivamente: la casa no estaba dañada. Estaba destruida.

Nadie en su sano juicio entra a una construcción derruida, con una maleza impenetrable y, además, a mitad de la noche. Y yo como siempre he creído que a la güerita de la película la matan por pendeja (por atravesar el bosque en vez de rodearlo), no entré. Me llevé a casa la llave, el susto y la convicción de que me había metido en un gran lío.

Evidentemente no se podía trabajar ahí: la casa de Jaqueline en la calle de Chihuahua servía de sede alterna en tanto “se arreglaba la casa”. Las cotizaciones estaban, las intenciones estaban y hasta los planos de un arquitecto estaban. La cosa era: ¿pa’ cuando? Comencé mis labores en el sótano de la casa de Chihuahua y me encontré con una casa de cultura sin pies ni cabeza. Nadie mandaba. Nadie asistía. Había cursos y no alumnos. Había casa y no había sede. Al poco tiempo desistí de mis intenciones: nada podía hacer yo contra la marea. Y aquí comienza la historia a relatar…

Un viernes hablé por teléfono con Jaqueline y le expliqué mi posición: aunque trató de hacerme cambiar de opinión, finalmente lo entendió. Quedamos de vernos al día siguiente en la mañana para que le entregara las llaves de la casa de Río de Janeiro, dado que Graciela estaba en París visitando a su hija. Al despertar me bañé, me arreglé y manejé hacia la colonia Roma. Debía dar la vuelta en Álvaro Obregón para ir a Chihuahua pero… me seguí hasta Orizaba para darle una última vuelta a la casa de Río de Janeiro. Estacioné el auto cerca de la plaza y caminé hasta la puerta.

¡Oh, terrible sorpresa!… Estaba abierta.

Ese diablillo que todos llevamos dentro me indicaba: “Vete animal, haz como que no te diste cuenta”. Pero mi Pepe Grillo me señaló que debía entrar y hacerme responsable. ¿Responsable? Sí. Yo tenía la única llave…

Entré. La maleza realmente había crecido en exceso en esas semanas. Al fondo de la casa (a la que nunca entré) había una pequeña oficina en desuso, moderna y sucia, donde habían algunas cosas, entre ellas un Ganesh de piedra, deidad hindú muy venerada y querida que estaba justo en la…

No. No estaba. Mierda…

Aún me rebotaban las palabras de Graciela: “Sí, el Ganesh es propiedad de Fulano de Tal, ya sabes, el afamado coleccionista… Nos lo prestó para el Bhavan.” Y el Ganesh… ya no estaba. Tampoco estaba la tapa de un escritorio labrado de esos que tienen decenas de cajoncitos. Lo demás estaba revuelto y ya. A partir de ese momento todo corrió como una película de acción:

Salí. Traté de cerrar la puerta. Corrí al auto. Manejé a la calle de Chihuahua. Estacioné. Toqué el timbre. Jaqueline salió en vestido de fiesta. Era la boda de su hermana. Le di la noticia. Entró en pánico. Me invitó a pasar. En su sala diminuta se encontraba un tipo amable. Se presentó. Era corredor de bienes raíces y trabajaba en la zona Condesa-Roma. Tenía un hermoso Golden Retriever que me movió la cola. Bueno, movió SU cola en señal de que yo le caía bien.

Llegamos a la conclusión de que debíamos marcar a la Policía. Como Jaqueline estaba alistándose para la boda, me acompañarían el corredor de bienes raíces (y su perro) y el novio de la hija de Jaqueline, un periodista gringo al que había conocido días antes y que, cabe mencionar, era muy guapo (lo digo porque era inevitable notarlo: era un pinche Brad Pitt).

Y así, el corredor, el periodista Pitt, el perro y yo fuimos a la casa de Río de Janeiro. Llamamos a la policía:

-En unos minutos le mandamos una patrulla… -me dijeron por teléfono.

Y ahí estábamos al mediodía de un sábado, sentados en la banqueta frente a una casa derruida, hablando de política y del 11 de septiembre, cuando de súbito sonaron las sirenas de varias patrullas. Mis ojos no podían creer lo que veía: por ambos lados de la calle llegaron al menos seis patrullas, a toda velocidad y como si fuera una serie de televisión estadounidense. Dejando los vehículos mal estacionados descendieron de ellos sendos polis armados hasta las cachas con las pistolas desenfundadas. El puto SWAT.

-¿Usté llamó a la patrulla, jefe? – preguntó el que parecía mandar al resto. -Sí. Yo fui. -¿No entró a la casa, verdá? -De hecho sí. Si entré. -¡No, jefe! ¡Eso no se hace! ¡Esa es nuestra misión! ¡¿Qué tal que el presunto se encuentra dentro aún y le dan un plomazo?! ¡Ay jefe…! Ustedes nunca aprenden…

Luego de regañarme, el policuás intrépido levantó el arma y la pegó a su pecho, dispuesto a disparar en cualquier momento (¡como en las pelis!) y, liderando al grupo de élite que había concurrido al “incidente”, pateó la puerta y entró.

La puerta estaba abierta. Pudo haberse ahorrado eso…

Los polis entraron revisando todos los rincones. El corredor, el periodista, el perro y yo entramos detrás de ellos. Y por vez primera entré a la terrorífica casa. Muros derrumbados, escombros en el piso, ventanas rotas, inscripciones satánicas en la pared, grafitis de muerte, de destrucción… El corredor de bienes raíces estaba fascinado tomando fotos mientras su perro olisqueaba y la policía constataba que no había nadie. En el rincón de la antigua chimenea había algo que me heló la sangre: una pila de cabezas de muñeca incineradas.

Luego de que los “valientes oficiales” registraron la casa, salimos a la calle y con aire flemático el policuás intrépido me dijo:

-Ya estuvo, jefe.

Me dijeron que “procedía” que yo pusiera una denuncia de robo ante el Ministerio Público. Me dijeron que fuera hasta la Delegación Cuauhtémoc. Me dijeron allá que era en la Roma. Me dijeron en la Roma que necesitaba saber el valor exacto de cada pieza robada. Me dijeron que si no sabía, le preguntara a la dueña o a quien fuera. Les dije que estaba en París. Me dijeron que fuera a decirle…

Sí. A veces la gente no piensa.

El periodista, invitado a la boda, se había retirado luego del operativo. El corredor me acompañó con todo y perro a la odisea ministerial de la que no gané nada, más que un sábado perdido, una casa destruida y atracada, un Ganesh desaparecido, una operación policiaca que nunca había presenciado tan de cerca y la certeza, eso sí, de que la próxima vez que me ofrecieran trabajo (o que yo anduviera de ofrecido) debía ver las condiciones del mismo.

Hoy en día están restaurando la casa…



Artículo publicado originalmente en Payaso Procaz. Cultura sin pudor, Diciembre 11, 2o12.

 
 
 

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