Callejón de las Artes
- Leopoldo Silberman
- 19 jun 2019
- 2 Min. de lectura
En realidad no recuerdo cómo sucedieron las cosas, sólo guardo en mi mente detalles de esos días en que Rafa comenzó a llegar a casa de Nor con una guitarra. Apenas comenzaba a tocar por lo que los acordes eran todo menos gratos. Lo cierto es que estaba empecinado en aprender y al poco tiempo aquel ruido que salía de la boca del instrumento se parecía más a lo que conocemos como “música”. Norberto y yo nos habíamos hecho amigos en la secundaria en aquel periodo febril en que todas nuestras amigas cumplían, paulatina y escalonadamente, sus quince primaveras. Coincidíamos en todas las fiestas y, como ambos ya le dábamos a eso de la bailada, competíamos por gozar de los favores dancísticos de Tania (la única de nuestras amigas que sí sabía bailar). Y así comenzamos una amistad que duraría muchos años. Un buen día, cursando la preparatoria, Nor me presentó a uno de sus nuevos amigos: Rafa.
La casa de Nor se volvió un hábito para nosotros. Sabíamos que esa casa amarilla era una parada obligada al volver de cualquier sitio de la urbe. Una y otra vez recorrimos el callejón de las Artes, con sus faroles y enredaderas, luego de abrir cuidadosamente la reja que lo delimitaba y lo volvía, a la vez, un lugar mágico. Un refugio. Nuestro segundo hogar. Y la familia de Norberto era la nuestra.
Entusiasmado con el exitoso avance de Rafa en las cuerdas, Nor comenzó a aprender. Al poco tiempo era inevitable que no cayese yo en la misma tentación. Desempolvé la vieja guitarra de mi padre y los seguí en la odisea, siempre un paso detrás y con una destreza más desvencijada en aquello del rasgueo. Y nuestras reuniones se convirtieron en noches bohemias: luces bajas, música, algo de botana y una excelente compañía. Hicimos de esas noches un vicio que ninguno podía abandonar; menos aún cuando Rafa nos pidió que lo acompañáramos a llevar serenata a una señorita de la que andaba enamorado.
Y… fuimos. Debo confesar que eso de andar de trovador callejero no necesariamente me fascinaba (quizás por la timidez que me caracteriza) pero me la pasaba bastante bien. En varias ocasiones llevamos gallo a las susodichas que pretendían mis compañeros de andanzas: en ocasiones nos tocaron familias comprensivas y vecinos tolerantes. Otras más no nos fue tan bien, más nunca acabamos detenidos ni nos echaron agua. Ellos me animaban para que alguna vez fuéramos a cantarle a alguna chica objeto de mis anhelos amatorios pero yo, decepcionado del amor en esos días, prefería mantenerme al margen de tan sana práctica.
Hace unas semanas entré a mi viejo cuarto en casa de mi madre y tomé la guitarra para llevarla a casa. Con cariño abrí el estuche y la observé, dormida desde la última vez que fue tocada por mis manos. Han pasado más de doce años y, contra lo que pudiera creerse, sigue afinada.

Artículo publicado originalmente en Payaso Procaz. Cultura sin pudor, enero 29, 2012
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