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Articulo 123

  • Foto del escritor: Leopoldo Silberman
    Leopoldo Silberman
  • 19 jun 2019
  • 2 Min. de lectura

El sujeto en cuestión era un contador regordete más solitario que una ostra. Todas las tardes, luego de su jornada habitual, caminaba hasta el mismo café de chinos de la calle de Madero y ordenaba siempre chilaquiles. Una vida sin sobresaltos. Una existencia en extremo rutinaria. Despertar, bañarse, trabajar, caminar, comer, dormir. Y un día, como sucede en estos casos, recibe una carta en la que le aseguran que morirá. Y muere. Capítulos más adelante sí muere. Pablo Macías –que era el nombre del personaje– no logra sobrevivir para ver el final de la novela. Los que sí sobreviven son la mesera del restaurante chino –una coreana que estudiaba en Filosofía y Letras– y el periodista que cubre la nota, cuyas existencias se encuentran y desencuentran con la del contador extinto.

No recuerdo de dónde salió la idea, sólo recuerdo el sitio que la inspiró: un viejo edificio en la calle de Artículo 123, en un primer piso. En medio de una selva de electrodomésticos, refacciones y chácharas en desuso estaba aquel lugar que bien podía servir de refugio a un contador, a un vagabundo o a un escritor en ciernes. Recuerdo haber pensado algo así al pasar por enfrente una tarde lluviosa. Me había detenido a las afueras de un local para evitar mojarme y me quedé un rato ahí, observando el edificio que en algún tiempo debió ser bello. Sí, me dije: ahí debe habitar alguien cuyo fracaso sea tan marcado que esté destinado a morir por el mismo. Esa noche llegué a casa, cerré la puerta de mi habitación y comencé a escribir.

Y Macías me acompañó a todas partes en esas semanas: conversábamos en el metro, me topaba con él al salir del trabajo, lo observaba coquetear con la chica de los billetes de lotería o darle propina a Perla Kim, la mesera cuyo padre le impedía relacionarse con mexicanos. En esos días también me encontraba a diario con el periodista que, además de intentar resolver el caso, debía resolver su propia vida que era un desmadre: una novia –no novia– que nunca le hizo caso, una carrera en ciernes y la oportunidad de un ascenso si lograba el reportaje en cuestión. Y el único que tenía estabilidad era Pablo Macías, con su vida monótona y rutinaria. Estabilidad que le fue arrebatada de un balazo.

Veintitrés días después de haber recorrido la calle de Artículo 123, había terminado mi primera novela.



Artículo publicado originalmente en Payaso Procaz. Cultura sin pudor, Enero 8, 2013

 
 
 

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