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Aprender a bailar salsa

  • Foto del escritor: Leopoldo Silberman
    Leopoldo Silberman
  • 2 jul 2020
  • 3 Min. de lectura

Lluvia, tus besos fríos como la lluvia… 


Esta es la historia de una humillación redimida. La chica en cuestión (porque en estos menesteres siempre hay una mujer involucrada) se llamaba Carla y era un verdadero bombón con unos ojos divinos. Había dos problemas nada más:


Era amiga de mi hermana…

Por ende, era un año mayor que yo.


Cuando uno es adolescente, eso de “ser mayor” es cosa grave. Lleva implícito el hecho de que nunca nunca NUNCA se fijará en ti. Y no es para menos: Carla era al menos 365 días más grande que yo (12 meses, 52 semanas, 8760 horas, 525600 minutos, 31536000 segundos… Toda una vida para la mente idiota de un imberbe). Pero aun así, me gustaba. Y como es de suponerse, yo no me atrevía a decir nada al respecto: era apenas el “hermanito” de una de sus amigas.

El día en que mi hermana celebró sus quince años, yo me encontraba feliz, enfundado en un hermoso traje dorado con hombreras (eran los noventa) y una corbata azul de Mickey Mouse (de las que ya sólo usan los pediatras pero que en esos días estaban de moda), ocupando un cómodo rincón cercano a la pista de baile donde escuchaba el desmadre que armaban mis padres con los papás de las amigas de mi hermana que, casualmente, habían entablado una buena amistad a partir de los “quince años” de sus respectivas hijas. Embobado como estaba, no me percaté de la presencia de Carla hasta que estuvo a mi lado:


“Polito, ¿me concedes esta pieza?


EVIDENTEMENTE dije que sí. Era un verdadero tronco en la pista pero no perdería la oportunidad por nada del mundo. La música comenzó a sonar y, cuando escuché los bongós de una salsa colombiana, sabía que todo estaba perdido. Ella se daría cuenta de que no sabía bailar y…


Sí… Se dio cuenta.


Luego de una buena cantidad de pisotones, agradeció amablemente y al terminar la pieza regresamos a la mesa. No volvimos a bailar en toda la noche. Mi corazoncito estaba más avergonzado que destrozado: había perdido la gran oportunidad por tener dos pies izquierdos. Pero como todo problema tiene solución, me dediqué en cuerpo y alma a salvar mi honor apabullado. Ahora se presentaba ante mí otro problema: aprender a bailar y, en particular, a bailar salsa. Penoso como era, hubiera sido casi imposible en esos días que yo llegara con mis padres y les dijera: “Papá, Mamá: quiero aprender a bailar salsa…” Por ello tenía que arreglármelas solo…

Como la temporada de “quince años” todavía no acababa, tenía la oportunidad de ir a muchas fiestas en las que aprendería, aplicando el más puro método científico, a bailar. Analizaría cada paso dado por los expertos en la pista y los reproduciría en la cómoda intimidad de mi cuarto. Conseguí una canción para ensayar y me dediqué a hacer lo que debía. Y así pasaron semanas, quizás meses. Una vez dominados los pasos (que repetía en mi mente una y otra vez cuando estaba en una fiesta), ahora debía entender la naturaleza de esas extrañas vueltas que daban los bailarines. No era tan fácil como se veía, pero era mayor mi tesón que mi cansancio. Y un día, habría de lograrlo.


Habían pasado ya diez meses desde aquella fatídica experiencia en la fiesta de mi hermana. Ahora me celebraban a mí y como era de esperarse, invitamos a prácticamente las mismas personas. Llegado el momento, comenzó la canción precisa:


No me digas nada, ya lo sabía…

(Seguridad y ceja alzada) “Carlita, ¿me permites?”

…que nuestro romance acabaría…

(Sonrisa cómplice) “Claro, ¿por qué no?”

No me digas nada, no quiero más palabras… porque aun siendo tuyas me lastiman.

Los acordes continuaban. Estábamos en el centro de la pista, mi mano en su cintura, su mano en mi hombro y la música todavía era lenta. Noté una conocida desconfianza hacia mis habilidades dancísticas, desconfianza que no quise decepcionar: comencé lenta y tímidamente seguro de que mis recién adquiridas técnicas y mi constante práctica no me dejarían en ridículo.

No me digas nada y márchate. No llames amor a tu hipocresía…

(Mirada a los ojos) “¿Sabes?”

(Mirada correspondiendo) “Dime…”

No me digas nada. El tonto aquí he sido yo. Me dañaron rosa tus espinas…

(Guiño) “Te ves muy bonita hoy…”

(Sonrojo y sonrisa tímida) “Gracias…”

Lluvia, tus besos fríos como la lluvia.

Que gota a gota fueron enfriando, mi alma, mi cuerpo y mi ser…

Comenzado el coro, dejé la timidez y comencé a bailar salsa. Por primera vez ¡estaba bailando salsa! Noté de inmediato un cambio en ella pues, al notar que sabía llevarla, comenzó a bailar como debía hacerlo. No pude evitar sentirme orgulloso de mi logro: no sólo había conseguido llamar su atención, sino que estábamos, como dicen en mi barrio, sacándole brillo a la pista… Al término de la canción, nos miramos sonriendo:

“Oye, ¿que no se supone que no sabías bailar?”

“No sabía bailar Carlita… No sabía.”

Ya no me importaba que se fijara o no en mí, se trataba de redimirme. Y lo hice…


Por cierto, no se fijó en mí.



 
 
 

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