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  • Foto del escritorLeopoldo Silberman

1985

Yo era apenas un niño cuando dos sismos destruyeron buena parte de mi ciudad. Tenía siete años, cursaba el segundo año de la primaria y esa mañana, una mañana común y corriente, estábamos a punto de salir de casa para ir a la escuela.

Recuerdo que mi padre gritó “¡está temblando, está temblando!” desde la sala.

Yo me abrochaba las agujetas de los zapatos y creo, sin temor a equivocarme, que ni siquiera entendí la expresión: seguramente a esas alturas de mi vida, ni siquiera sabía que era eso de “temblar”.

Pero pronto lo averigüé…La televisión estaba prendida y mis padres, como todos los días, veían el noticiero de Memo Ochoa. Los conductores señalaron que estaba temblando y pidieron a la audiencia no entrar en pánico. La lámpara sobre ellos se movía de un lado a otro. De pronto, se fue la luz.

Unos minutos después mis padres nos llevaron a la escuela. Los maestros habían salido a recibir a los alumnos y dijeron a los papás que el inmueble estaba bien, que no había sufrido daño alguno.

Para nosotros, en clase, ese fue un día normal…Tiempo después mi padre me contó que, preocupado como estaba por mi tía Chela, que vivía en un piso 15, se acordó que podría enterarse de lo que había pasado a través de la radio del auto. Y fue como supo que nuestra ciudad estaba en ruinas.


De inmediato, él y mi madre fueron a la escuela pero la directora les impidió que nosotros saliéramos. “Los demás niños se van a asustar” les dijo.

A partir de esa tarde, toda nuestra vida, toda nuestra atención, estaba centrada en el temblor…

Al día siguiente, por la noche, acompañé a mi papá al dentista. Lo estaban atendiendo cuando comenzó a temblar de nuevo.

Ahora sí, la gente gritaba…

Eran las ocho de la noche.

A nosotros no nos pasó nada: vivíamos al sur y tan sólo lo sentimos.

Sin embargo, los sitios que recorrí siempre con mi padre estaban destruidos.

Los edificios alrededor de la fábrica de mi tío Samuel en Prolongación 20 de noviembre; el cine al que íbamos en la calle de Frontera y casi toda la Roma; el Centro Médico, el Hospital General; la cafetería SuperLeche frente a la cual pasábamos siempre… calles y calles de escombros, edificios y casas derrumbados, gente llorando…

Unos días después fuimos al Centro de noche y pude ver el Hotel Regis, en la esquina de Dr. Mora y Avenida Juárez.

Hombres y mujeres trabajaban sin descanso para sacar a los sobrevivientes de entre los escombros. Estaba iluminado en su totalidad y me impactó ver cómo la naturaleza puede hacer con nosotros lo que le plazca.

El reloj del hotel seguía en pie, visiblemente deteriorado. Marcaba las 7:19…

Hay un antes y un después en mi vida a pesar de que yo no perdí a nadie.

Hay un antes y un después en la capital de mi país que de un momento a otro se quedó sin cientos de miles de habitantes.

Hay un antes y un después en México: antes de 1985, después de 1985.

Un minuto de silencio por nuestros hermanos caídos.

Un minuto de aplausos por todos aquellos que se unieron para rescatar a los sobrevivientes demostrándonos que, en medio de la tragedia, somos un pueblo fuerte y solidario.



Publicado originalmente en Área de No Leer, revista digital, septiembre 19 de 2016.

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